Lo que nos enseñó Cabeza de Vaca

Nombre, expropiación y seguros volcánicos

En dos ocasiones –el 26 de octubre de 1971 y el 19 de septiembre de 2021– mi hermano Manolo Ortega me avisó de la erupción de un volcán. En ambos casos, el aviso me llegó al mediodía y, contra la prisa y los inconvenientes, llegué a tiempo de presenciar los ruidosos, temibles y fascinantes episodios de la tierra indignada.

La primera vez, sin demasiado esfuerzo, convencí a medios y autoridades del nombre –Teneguía, por el roque fonolítico de ese nombre– que se oficializó en una crónica firmada por mí en La Tarde (27-X-1971) dirigida por el inolvidable Víctor Zurita. En la segunda, intenté y, sin demasiadas ilusiones, intento aún convencer a paisanos recalcitrantes que no cambien cinco largos siglos de historia –Cabeza de Vaca figura en las datas del Adelantado y es el único lugar señalado en ese sector de Cumbre Vieja– por un enunciado que no se corresponde, para empezar, al sitio de la explosión y que salió de una oscura consulta en redes sociales, sin control, verificación ni datos fiables y contestada airadamente en varios medios informativos como “una burda manipulación”.


En esta nueva ocasión a pie de lava, hablé con la claridad que permiten los años en varios coloquios de la RTVC; dije lo que pensaba realmente del nombre, para cabreo de los tajogaiteros que hicieron y hacen de la invención –o inducción dirigida– un tema de dudoso honor, cuando menos; pero eso no los convierte en mejores palmeros, mejores canarios, ni tan siquiera en mejores independentistas, ideología que, dicho sea de paso, respeto cabalmente como a todas las que siguen las reglas democráticas y de educación.

Jerónima de Benavente Cabeza de Vaca, esposa de Marcos Roberto de Montserrat, segundo de Fernández de Lugo en la conquista, bautizó con su apellido los altos de El Paso; y la familia, en su conjunto, dotó templos y establecimientos benéficos y figuraron entre los primeros importadores de arte flamenco a la Isla. Su sobrino, Hernán Núñez, fue el primer explorador de Norteamérica, pionero en la navegación del Paraná, primer europeo que contempló las cataratas de Iguazú, y un seguidor de la doctrina lascasiana, por la que fue depuesto de su cargo de gobernador de los Mares del Sur y condenado al destierro en Orán; visitó en La Palma a sus parientes directos y curó sus males venéreos en las aguas termales de la Fuente Santa. Fue depuesto por Carlos V por defender los derechos de los indios frente al egoísmo implacable de los encomenderos.

Defendí una posición, sensata y feliz, del notario Alfonso Cavallé –la expropiación de los territorios arrasados por la lava al justiprecio del 18 de setiembre de 2021– porque aún hoy, con otras acciones políticas en marcha, era y sigue siendo la idea mejor y más justa. Y, con toda seguridad, la más barata y con mejor futuro. Y si se consultara a los damnificados, la preferida por quienes perdieron hogar, oficio o recuerdos y tienen derechos a la justa restitución.

Y también, desde el principio y en una conferencia en La Investigadora, de Santa Cruz de La Palma, postulé la necesidad razonable, imperiosa y decente de asegurar nuestras islas de los riesgos volcánicos. Recibí respuestas irónicas de algunos sabios andantes y curiosamente iletrados. Después se tragaron la lengua ante las evidencias: los artículos de catedráticos universitarios y profesionales de la administración y, por supuesto, los casos verificados de Islandia, Hawai y hasta Nápoles –en sucesos volcánicos– y de varios estados europeos en temporales y crecidas fluviales. Los políticos de todos los signos –y hasta los geólogos locuaces, que hablan más que trabajan– se lo quisieron tomar a coña, pero lo cierto es que, cada día, se tragan las paridas y se apuntan a una causa que saldrá adelante y se impondrá de modo irreversible, porque “la razón no tiene dueño”.

Más temprano que tarde, la fórmula expropiatoria se impondrá por sentido común; los seguros saldrán adelante y, con el tiempo, los patriotas que consumen su imaginación y dialéctica en defender la inmortalidad del cangrejo, serán puestos en su lugar por el sentido común que es mayoritario y, sobre todo, en las nuevas generaciones, liberadas de prejuicios y que, desde siempre, tienen mucho que enseñarnos.

“Mientras llegan los bienes”, como reza un villancico palmero, es un imperativo patriótico dar un nuevo impulso a la administración (es justo reconocer que con el volcán aceleró su paso mastodóntico), atender a los damnificados con la celeridad que merecen, deponer cualquier tentación de debate estéril en el diseño de un futuro en el que la voz más fuerte, y necesaria, debe ser la de quienes lo perdieron todo. Cuanto de bueno se ha hecho en la eficaz atención de la emergencia se tiene que continuar y multiplicar en la urgente reconstrucción del Valle de Aridane.

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