Opino, luego periodista

Al periodista idealizado de este siglo no le gusta que le quiten la razón. Cargado de un saco de ideas formadas convertidas en dogmas, el periodista prototípico –más conocido en la Corte que en provincias– anda empeñado en moldear el mundo según sus creencias. Si le dan a elegir una sala de redacción, apostará por la de un medio donde el caldo de la línea editorial no le queme demasiado si es que no es de su entero gusto. En el caso, probable, de habitar un entorno de trabajo contrario a sus puntos de vista, la cuenta en Twitter o el enésimo podcast que nunca antes oíste le permitirá ejercer la libertad de expresión confundida con la de información o la de prensa.

De tuit en tuit, el periodista de hoy depone opiniones sobre todo y sobre todos. Comparte lo escrito por otros colegas de cuerda y se atreve con juicios irreflexivos acerca de los hitos que dominan la agenda. Que él domine el terreno sobre el que pontifica es lo de menos. El nuevo periodista se siente investido, por la misma condición de periodista, para sentar cátedra a cuenta de cualquier asunto que le merezca atención. Blindado a la crítica, ajeno al conocimiento profundo, el periodista de 2024 se sabe soldado de las causas que dominan el discurso, indispuesto a un reproche que entenderá como un ataque a su sagrado derecho a decir por decir.

Sostiene el Diccionario de la RAE que por prejuicio debemos considerar una “opinión previa y tenaz, por lo general desfavorable, acerca de algo que se conoce mal”. Yo añadiría a continuación: “o no quiere conocer bien”. Siendo así el periodista y un prejuicio, se entiende que al periodista tipo lo conozcamos hoy antes por sus ideas que por su praxis, más ocupado en enjuiciar que en observar. Al periodista modelo le asaltan pocas dudas y pregunta nada que arriesgue su posición. Cada una de sus certezas podrá más que el riesgo de descubrir que igual andaba equivocado. ¿Qué era aquello de contrastar?

Al cabo, el periodista idealizado de este siglo es un trasunto de ese ciudadano también atado a los tópicos, sin tiempo para saber más ni ganas de hacer de la pregunta un método. En el mejor de los casos, ese periodista contemporáneo se sube a la guagua de los lugares comunes en lo que vigila celoso no equivocarse de línea, mira que algunas esconden la coincidencia con los ciudadanos –y los periodistas– del otro lado, esos con los que no pasarías de una conversación banal que nunca podrá ser sobre el tiempo, ahora que el tiempo atmosférico y el clima y sus cambios se han fundido en lo mismo: una tragedia que amarga al periodista pagado de sí mismo en lo que no llega el dichoso meteorito.

Andan en el oficio quejándose de miserias salariales, de la crisis de los medios y del poder embaucador de la primera pantalla de contenidos que se nos aparece en San Google. De la mano negra de los editores y de los poderes ocultos –ellos tan descreídos de lo intangible– que ahogan las libertades de lunes a lunes. Del equipo de opinión sincronizada y de la rediviva Brunete mediática.

Y en medio los que echamos de menos más conocimiento y de más homilías de quienes creen que el periodismo de este tiempo es una ciencia exacta formulada a partir de un dato –su dato, un único dato– irrebatible, verdad revelada.

Mira que si iba a tener razón Walter Burns (Walter Matthau) en Primera plana: “Cásese con un enterrador, con un pistolero, con un jugador tramposo, pero nunca se case con un periodista”. Si la tenía, mi mujer no le hizo caso. Un consuelo.

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