El Sahel, de las caravanas de dromedarios a los 4×4 artillados

Las consecuencias acarreadas por las guerras de Irak y Libia son el punto de partida de la supuesta ‘yihadización’ de la franja

A unos novecientos kilómetros de Canarias se abre el Sahel, una franja semidesértica que atraviesa todo el continente africano, desde el Atlántico al mar Rojo, y de la que el Archipiélago comenzó a oír hablar esencialmente a partir de 2012. Antes de eso, el enorme territorio de 6.000 kilómetros de longitud de oeste a este era una simple referencia apenas esbozada para unos pocos curiosos de la historia, por haber constituido una legendaria y ancha vía de tránsito para caravanas de dromedarios que transportaban mercancías cruzando ardientes laberintos de arenas y cielos rasos y que en esta parte del continente cercano conectaba los países árabes del Mediterráneo con las regiones de población negra y sus localidades y centros del comercio de la preciada sal y otros minerales y productos.

A partir del Sáhara Occidental y la vecina Mauritania, la franja toca Senegal y Gambia y atraviesa Mali, Burkina Faso, Níger, Chad, Camerún y Nigeria para desembocar en la parte del litoral oriental del continente a través de Sudán, Eritrea y Etiopía. Se trata, por lo tanto, de una extensión insondable de unos tres millones de kilómetros cuadrados que en la antigüedad separaba las regiones del norte de las estepas, sabanas y bosques del centro y sur africano y a la que se aventuraban solo aquellas caravanas guiadas por expertos expedicionarios o furtivos que huían de algún delito innombrable.

Después, en el siglo XIX, cuando las potencias europeas de entonces se repartieron la mayor parte de África en la búsqueda de materias primas y otras explotaciones, que incluía la humana, y el afán extractivo se extendió por la mayor parte del continente vecino, el Sahel permaneció en silencio y alejado de los intereses inmediatos de los colonos, sobre todo británicos y franceses, pero también belgas, alemanes, portugueses e italianos, hasta que las riquezas minerales de la franja afloraron aquí y allá como un tesoro inesperado para la industrialización que cogía fuerza tras su irrupción en Gran Bretaña a finales del siglo XVIII.

Rémoras coloniales

Francia, la gran dominadora del Sahel atlántico, sabe bien de los pingues beneficios arrebatados a los yacimientos de uranio, oro, litio y otros minerales estratégicos, que continuaron incluso después de las independencias de los países africanos en los años sesenta y se han extendido hasta apenas hace unos meses, cuando los países damnificados han ido expulsando, uno a uno, a la codiciosa metrópoli europea de sus explotaciones y fronteras, no sin el ruido de sables y la sempiterna coartada de la grandeur del vecino del norte de España, conocida como la françafrique, un epíteto que habla de la voracidad y el paternalismo al que se vieron sometidos los colonizados a lo largo de más de dos centuria.

El caldo de cultivo de esta deriva caótica a nadie se le escapa. Los mal denominados estados africanos son demasiado jóvenes para haber desarrollado los colmillos de la estructuralidad política occidental impuesta y siguen aferrados, además de a las rémoras colonialistas y clientelares, a sus milenarias organizaciones tribales y a la consiguiente verticalidad étnica y social, lo que ha desembocado en una especie de ovillo de nacionalidades cortadas por fronteras caprichosamente impuestas por los colonos y unas formas ajenas que trastocan las raíces de la razón de ser de sus ancestros, heredadas generacionalmente durante siglos.

Sin embargo, la trama de todas las consecuencias, no solo de la colonización, sino también de la asimetría económica imperturbable entre el norte y el sur global, es casi inabarcable en todas sus consecuencias, pasadas y presentes, para encajarla apenas en unos cuantos párrafos, por lo que es preciso sintetizar al máximo el itinerario que condujo a la situación actual de la franja, alarmante para algunos y más de lo mismo para otros.

Es justo reivindicar en primer término las consecuencias acarreadas por las guerras de Irak y Libia, precisamente en 2011 y 2012, como punto de partida de la supuesta yihadización o terrorismo del Sahel, que no fueron tales conflictos bélicos, sino invasiones decantadas por el enorme potencial militar de los invasores occidentales, encabezados por Estados Unidos, junto a una inoportuna coalición europea, que ningunearon todos los pronunciamientos de ilegitimidad emanados del derecho internacional y que, a la postre, rompieron los diques de contención de una compleja interacción de tribus en equilibrio, apalancada bajo mandatos de las leyes del desierto y contenidas dentro de fronteras más o menos controladas por figuras como Sadam o Gadafi, ambos beduinos, ambos instruidos en las guerrillas de las dunas.

Y no hubo armas de destrucción masiva, no señor, sino petróleo —mucho y del bueno— y otras materias primas valiosas, además de recurrentes factores geoestratégicos que jamás aparentemente sirvieron para nada en el equilibrio del Mediterráneo y Oriente Medio, sino todo lo contrario, tanto entonces como ahora, con países, culturas, jerarquías y patrimonios desarbolados y convertidos de la noche a la mañana en estados parias y comunidades rotas, generadoras de pobreza, inanición, guerras fratricidas y mucha emigración.

A los ejércitos, milicias y mercenarios no les quedó otro remedio que echarse al desierto con todo el armamento disponible para emprender una nueva forma de subsistencia; un armamento y pertrechos ligeros, lo único portable y conveniente para la aventura de los 4×4, las jaimas y las continuas huidas o escaramuzas entre bandas en pos de equipos y otros elementos con los que crear una seguridad propia ilusoria, sin futuro aparente y en una secuencia de interminables alianzas de intereses que derivaron en grupos más o menos afines, pero también en enemigos y luchas de poder; a lo que se sumó la condición islámica y la rivalidad crónica entre chíies y suníes y todas sus derivaciones seculares, incluidas las más extremas, trenzadas en atávicas formas de los pueblos invisibles de tierras de nadie.

Interpretaciones y nomenclaturas

Sin embargo, sí que ha emergido una literatura extensa e interesada en Europa en torno a este fenómeno y un galimatías de causas y efectos que pueden llegar a camuflar el sentido objetivo de la trama, adornada con esas recurrentes nomenclaturas de las diferentes ramificaciones de las familias del islam, que vienen de la noche de los tiempos y que, proporcionalmente, también transportan los fugitivos sahelianos. Caber deducir, en cualquier caso, que todo ello podría responder a una perentoria forma de vivir enfocada en superar las adversidades, como aquellos bandoleros que poblaban los caminos de Europa hace siglos; criminales y proscritos que vivían con lo puesto atacando aldeas, comitivas o transportes; aunque en otros casos, como en el del conflicto armado del Movimiento Nacional para la Liberación del Azawad de Mali, responda, o retroalimente, asuntos políticos y étnicos sin resolver, reavivados por la combustión del entorno y la debilidad de los sucesivos gobiernos derrocados o aupados por golpes de estado en ese y otros países de la región.

Se ha hablado, y mucho, del peligro que representa el Sahel para la seguridad del Mediterráneo, cuando las proporciones de las capacidades entre los ejércitos europeos y estos mercenarios, traficantes y fugitivos, islamistas o no, son tan abismales que conducirían al bostezo si no fuera por otras consecuencias de la deriva, como la impotencia política y militar de los países afectados, que cristalizan en la espantada de miles de inocentes hacia un futuro menos incierto, paupérrimo, y en paz, al menos en paz.

Por tanto, el crisol saheliano parece ser hoy en día un dilatado purgatorio en el que se ocultan grupos de todo pelaje, en una mezcla diversa de intereses, unidos, o separados, por una mayor o menor afinidad en sus inercias, y lo suficientemente furtivos y dinámicos como para ser combatidos eficazmente por ninguna estrategia militar convencional.

Claro que eso se une al empobrecimiento africano, fruto de la cerrazón del sistema dominante del mundo, que hace cada día más afortunados a los afortunados y más pobres a los pobres; unos pueblos cuyos mayores se ven impelidos a enviar a sus jóvenes a buscar nuevos horizontes, con la esperanza de que alguno llegue al otro lado y vuelva con la llave que les libere de unas existencias cada día más imposibles por las claves irreversibles de la insolvencia económica estructural que les engulle, acentuada por el cambio climático que achicharra o ahoga las rudimentarias cosechas de subsistencia.

Canarias está en el mapa de esas transiciones migratorias como uno de los puntos de referencia más cercanos para millones de africanos y, por lo tanto, como lugar de acogida de una diáspora que escapa, hoy por hoy, al entendimiento autocomplaciente de Occidente.

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