Tiene quince años y dice que quiere ser periodista. Que también le gusta la historia, pero que le llama más lo de contar cosas. ¿Qué se le dice a un chico de esa edad cuando has vivido el periodismo y del periodismo casi desde que tenías los años que él ahora? Confieso mi duda. Entre el periodismo de siempre y el periodismo de hoy adivino cada día menos cosas en común, tanta distancia que no me puedo reconocer en lo de ahora. Tan distinto a lo que me hizo conectar con el oficio que coloco la cursiva a este periodismo como acto rebelde, una protesta primitiva e inútil, un brindis por el tiempo vivido, en otro siglo, que no volverá salvo como ficción literaria pasto de una teleserie.
El muchacho que quiere ser periodista no ha leído un periódico impreso en su corta vida. Estuvo cerca de un ejemplar de papel cuando los vio una vez bajo las chocolatinas de un kiosko, al lado de las revistas y cerca del álbum de cromos de la Liga, casi su única experiencia contemporánea con un papel y un cartón como elementos de comunicación. El chico acabará la Secundaria esclavizado por una tableta que lo acompañará en el colegio y fuera de él: desayuna, almuerza, merienda y cena con la tableta. Y va al baño con la tableta. A estas alturas de su aprendizaje sigue haciendo los resúmenes y los cuadros sinópticos con bolígrafo y libreta anillada (“Se me queda mejor”). Y dice que echa de menos los libros de la Primaria, pero su colegio —como casi todos— hace años que surfea orgulloso y acrítico sobre la tecnología, la aplicación para comunicarse con los padres y las pizarras digitales. Todo está a la última en su colegio, un templo que es una oda a lo más actual, sea eso lo que sea, mientras las estadísticas de los compañeros del chinijo decrecen lánguidamente y la mitad de sus asignaturas se evalúan en continua, una eficaz herramienta para evitar exámenes memorísticos y mayores incomodidades. Con los mismos chicos y los mismos padres, entre los que alguno se pregunta, introspectivamente, qué fue de aquellos exámenes de su adolescencia. Tempus fugit.
Entre tabletas, trabajos cooperativos y días mundiales de esto o de aquello, el chico ha aprendido rápidamente que el conocimiento se adquiere a sorbitos, mejor si son visuales y subtitulados: un vídeo de TikTok, un post en Instragram o una presentación animada en YouTube. Si le queda tiempo para desenchufarse —y fuerza de voluntad o disciplina mayoral— leerá aquel libro sobre la conquista de la Luna que le cayó en unos Reyes remotos.
Sin saberlo, nuestro mentado de quince años que se imagina un futuro en el oficio de su padre ya ha aprendido de qué va ahora esto de la comunicación de masas. Desliza la mano sobre la pantalla del móvil de izquierda a derecha y esa marca omnisciente llamada Google le invita a pasar a un mundo inacabable de titulares sugestivos, entre la actualidad política, la lucha contra el tabaquismo, una pareja avezada que cambió su piso por un barco para sortear la crisis de la vivienda o un doctor no sé quién que proclama, categórico: “El ayuno intermitente produce aerofagia”. Y así todo.
Cuando su padre llegó al oficio, escribió sus primeras piezas en una destartalada máquina de escribir, la única vía de contacto con el resto del mundo eran los teletipos de agencia y los informativos de radio o televisión; y el periódico en el que trabajaba se hacía una vez al día. Y era finito: tantas páginas tenía (descontados los anuncios), tanto se podía escribir. Y a mayores, en Tenerife había cinco o seis estaciones de radio y una sola de televisión con una magra programación local. Como satélites, alguna revista temática. Enfrente, el lector (el que leía, claro). Y como exoplanetas, la barra de bar, la mesa de un guachinche o las tertulias de salón, lo más parecido a una red social como la entiende ahora el quinceañero. Grosso modo, era el periodismo de siempre.
El periodismo de ahora que seduce a mi hijo adolescente ha ganado en recursos técnicos, fuentes y capacidad de propagación mientras le menguaban las esencias —el método, lo sincrético, el gusto por la escritura o la dicción, la categorización de los asuntos o los controles de calidad, por citar los que ahormaron a su padre— y le amanecían un sinfín de sarpullidos —el clickbait, la opinión ante todo, el wokismo y los sesgos, la falta de contraste y el tertulianismo, los titulares interminmables o la ignorancia enciclopédica— que deslucen la piel de los medios, pero casan como nada con el algoritmo de Google, las tendencias en redes —en apasionante competencia con los uniperiodistas, los pseudoperiodistas y los antiperiodistas devenidos influencers, todólogos u opinólogos— o los guasaps rebotados prestos por los cuñados —políticos o de grupos— que cambiaron la barra del bar o la máquina del cortado por este evangelismo de ahora. “¡A mí me vas a engañar!”, grita ufano ese cuñado con el que ni Google ha conseguido acabar.
Y en esas yo me pregunto si debo convencer a mi hijo de que no sea periodista.