El ‘zulo’ cultural

La cosecha cultural de cada isla suele ser de consumo interno y exclusivo. Falta una mayor relación cultural entre las islas, que fue lo que inspiró los días C para la movilidad del público. Algo hemos mejorado, pero queda cierto caos de actos programados sin coordinación entre entidades. Me muerdo las uñas cada vez que un premio Nobel (vienen pocos), o un Príncipe de Asturias, o cualquier tío genial vuela a una isla y a una ciudad concreta en un viaje relámpago para cien o doscientos elegidos. En un territorio pequeño, tantos mundos separados… Antes, un Antonio Gala o un Rafael Alberti venían y hacían varias escalas locales para exprimir la visita a un sitio que está lejos. Éramos más pueblerinos, quizá, o más inteligentes.

Dicho lo cual, saludemos el flujo de cine que sigue la huella de Fresnadillo y que produce cortos y documentales al abrigo de festivales como Docusur (Guía de Isora), que es puro heroísmo de ultramar. El programa Canarias crea, de la Viceconsejería de Cultura, valerosa plataforma del corto insular, coge el testigo de la Obra Social de la Caja de Ahorros tinerfeña hace décadas, al César lo que es del César. Tenían ustedes que haber visto el fuego cruzado entre dos conceptos, el del colectivo Yaiza Borges y el de los hermanos Ríos, cada cual con su cuota de razón política o estética en las postrimerías del régimen.

De la factoría de estos últimos ha salido un cineasta inesperado, Guillermo Ríos, cuyo corto Nasija ha ganado todos los premios habidos y por haber. Ayaso y Sabroso continúan el tránsito de la comedia (Perdona, bonita, pero Lucas me quería a mí) al drama (La isla interior es una pieza de madurez). El cine canario, desde los citados Ríos –pioneros de una industria que se resistía– a una prole generosa en cachorros con talento y nombres reconocidos, desde Lucas Fernández a Antonia Sanjuán, Elio Quiroga, David Baute, Fernández Caldas, hasta Mateo Gil, nuestro amenábar ya engoyado, y el citado Fresnadillo, que un buen día pisó la alfombra roja de los Oscar, se reivindica ya profesional y de calidad, alejado del cine amateur que vi nacer en los 70. El actor Miguel Rodríguez protagonizaba El Aleph de Borges llevado al cine. Y conservo en la retina la imagen de don Miguel Brito, barbado y asequible, contándonos en su casa de la calle Sin Salida, del barrio Duggi, cómo introdujo el cine en las islas a finales del siglo XIX, cuando pidió que pusieran la luz eléctrica en el hall del Guimerá para ofrecer a los vecinos las primeras películas en su cinematógrafo Lumiere.

Hay un repunte teatral en las islas (la danza merecería capítulo aparte) que respira en una larga historia como acreditó en sus Anales Francisco Martínez Viera. Luis Alemany ha pedido siempre apoyo al costoso teatro (que no es la exonerada poesía, nuestro otro género literario favorito). Remonta una dramaturgia propia, con autores como Irma Correa, ganadora de un premio Max al Espectáculo revelación, que desemboca por ahora en el proyecto Canarias escribe teatro del Septenio. Nuestras compañías teatrales, como nuestros realizadores, comienzan a dejarse ver por Madrid, y eso está bien, a estrenar obras y competir en el mercado de la cultura (que no es lo mismo que la cultura del mercado).

Al arte le cuesta más plantarse en Madrid, porque los casos de Cristino de Vera, Chirino o José Luis Fajardo ya no son de exportación; son artistas nacionales consagrados. El caso de Emilio Machado, como Manrique, es el de alguien que regresa. Dalí le escribió aquellos versos: “Machado, canario: / El inspector General dice, / no importa no confíes en Él, / Él confía en ti”. O caso distinto, el de Pedro González, que permaneció en su isla-patria agrandando formatos como un cíclope, superados los 80 años de edad, en espera del reconocimiento nacional. Ha habido descubrimientos francamente tardíos, como aquél en el Reina Sofía de Jorge Oramas, nuestro metafísico solar, como lo llamaba el comisario Juan Manuel Bonet, que me dijo que, en efecto, la imposible luz del joven pintor grancanario heredero de Cézanne era toda una novedad en Madrid setenta años después de su prematura muerte. La irrupción del TEA (Tenerife Espacio de las Artes) ha sido una bocanada de aire fresco, y agita en el seno de Santa Cruz una versión de capital despierta dentro de la capital que ya duerme una siesta prolongada. Veremos quién gana de las dos. Al CAAM grancanario ahora corresponde reinventarse tras los años exitosos.

El poco caso que se nos hacía en Madrid fue nuestra queja secular, mitad injusticia, mitad justificación. Unos pocos llegaban a las grandes editoriales y el resto refunfuñaba en su isla-fortaleza, asomándose a la orilla. Mi admiración, por tanto, hacia una escritora centenaria, María Rosa Alonso, que fue una mujer con agallas que no se achicó y cruzó la frontera. La Luz viene del Este, tituló uno de sus libros esta viajera que llevó siempre la isla en su alforja evitando lamentarse.

La legendaria novela Mararía, de Rafael Arozarena, recién fallecido, desafió la dictadura de la geografía al editarse fuera (en la Librería La Prensa, de mi tío Paco Martínez del Rosario, doy fe que fue un acontecimiento). Luis Feria y Manolo Padorno eran considerados casi poetas nacionales durante su estancia en Madrid. Como también el joven Pedro Lezcano elogiado por Gerardo Diego, antes de su exilio insular. ¿Y por qué no, por derecho propio, Carlos Pinto Grote, Ángel Sánchez, Juan Jiménez…? La estela de mi coetáneo F.F. Casanova, nuestro Rimbaud de los 70, pervive dentro y fuera; Juan Cruz crea un espacio literario de la infancia como pocos escritores españoles; Fernando Delgado, J.J.Armas Marcelo y Alberto Vázquez Figueroa están en las librerías de Madrid. Y otros, sin mudarse de la isla, se granjean un respeto exterior poco frecuente, como Andrés Sánchez Robayna. Justo Jorge Padrón, Juan Manuel García Ramos, los nuevos narradores de las islas, informan de un patio literario no revelado aún por la crítica española. Hay escritores malditos, como Víctor Ramírez, no indultados aún de esa indiferencia. Otros, como Víctor Álamo o Domingo-Luis Hernández, se ganan como pueden una plaza en ese avión de las letras insulares que a veces, con suerte, sale del hangar.

Los autores, artistas, actores (si hablamos de malditos, no se olviden de Pascual Arroyo, actor, dramaturgo, director escénico y por último notabilísimo pintor en su arcadia particular) serían felices como Sergio Rodríguez, Silva o Pedrito si gozaran de una mayor atención de la prensa y crítica españolas que les diera la visibilidad de la que, no nos engañemos, carecen todos los citados y cuantos merecen haberlo sido en este inventario a vuela pluma.

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