La crisis económica de 2008, una crisis que se gestó en los mercados financieros norteamericanos a partir del segundo semestre de 2007, y que no parecía tener nada que ver con la vida cotidiana de cada uno de nosotros, supeditó y sigue supeditando multitud de decisiones tanto en el ámbito privado como en el público. Lo que gastamos, en qué lo gastamos y cómo lo gastamos ha cambiado radicalmente durante 2008 y más aún en 2009, a medida que la crisis alargaba su influencia.
Empujados por el trágico aumento del desempleo –que ha afectado a una enorme cantidad de familias, especialmente en Canarias–, por la parálisis del mercado inmobiliario y su correlato, la quiebra de los negocios de la construcción, por el descenso de las cifras de visitantes turísticos, y, en general, por el desánimo y la desconfianza en un sistema en el que todos nos habíamos instalado más o menos cómodamente, la crisis nos ha obligado a cambiar. Y, como no podía ser de otra manera, nos ha obligado a gastar menos, a consumir menos. Menos gasto de muchas familias también significa menos ingresos para otras. Y el delicado equilibrio económico en el que se sustentaba nuestra sociedad se tambaleó y el crecimiento que desde hacía décadas veníamos acumulando se frenó en seco y amenazó con retroceder.
Menos gasto, menos consumo y menos inversión en la esfera de lo privado significa también, directa e inapelablemente, menos ingresos públicos. Porque es precisamente una parte de nuestro dinero, el que generamos con nuestro trabajo y con nuestro consumo, el que ingresa la administración pública para darnos servicio. Menos ingresos públicos derivan en una menor capacidad de inversión pública que, sin embargo, es necesaria para hacer frente a las obligaciones públicas. Significa una menor capacidad de la administración pública para ayudar a quienes lo necesitan, para fomentar, subvencionar y promover actividades que produzcan riqueza, para invertir, en suma, desde el punto de vista del bien común. Precisamente en un momento en que las necesidades aumentan porque hay más personas que pasan por una mala situación, más empresas que tienen dificultades para seguir adelante y es más imperioso mantener la actividad económica.
Menos dinero público para prestar los servicios que necesita nuestra sociedad obligan a tomar decisiones difíciles. Es evidente que hay necesidades perentorias que exigen respuesta inmediata y, en general, todas las administraciones públicas han priorizado las actuaciones destinadas a paliar esas situaciones. Otra de las líneas de trabajo ha sido tratar de potenciar el tejido económico, comercial y productivo a la vez que invertir la creciente tendencia de destrucción de empleo. En Canarias, por ejemplo, encontramos la inversión dirigida a ayudar al sector turístico para que mantenga su competitividad y su capacidad de atracción. En ese contexto, que es el que estamos viviendo actualmente, la inversión en cultura podría parecer un lujo y la única respuesta posible de la administración debiera ser disminuir, de forma inequívoca, su gasto en ella dedicando la mayor parte de sus recursos a otras actividades que, o sean más inmediatas y prioritarias, o sean, en la actual coyuntura, consideradas más útiles.
¿Es así? ¿Es eso lo que debemos hacer?
Muchas personas sostenemos lo contrario. Muchos pensamos que la inversión en cultura, o más específicamente, la inversión pública en políticas culturales y artísticas debe mantenerse e incluso aumentar en momentos como el que estamos viviendo. Pensamos que la cultura representa, precisamente ahora, una oportunidad. En nuestra sociedad actual, la cultura es un derecho. El artículo 27.1 de la Declaración Universal de Derechos Humanos afirma que “toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten”. El artículo 44 de la Constitución Española establece que “los poderes públicos promoverán y tutelarán el acceso a la cultura, a la que todos tienen derecho”.
Si existe esa obligación constitucional por la que los poderes públicos deben tutelar y promover el acceso de todos a la cultura, y existe, por tanto, la obligación de que la administración destine recursos públicos a ello, es porque la cultura es entendida como uno más de los derechos humanos naturales. Una obligación que es autoimpuesta y que nace de la consideración de que acceder y participar en la actividad cultural de una determinada sociedad es una condición necesaria para poder ejercer la ciudadanía que no debe depender de la decisión de ningún poder, sea éste político, religioso, económico o de cualquier otro tipo. Una condición necesaria de desarrollo humano que no puede dejarse al albur del comportamiento de los mercados, porque sus meras lógicas económicas podrían no garantizarla.
De la necesidad de promover y tutelar ese acceso de todos a la cultura y, por tanto, el acceso de todos a la posibilidad de interactuar con cualquier unidad de creación, producción, exhibición o conservación de cultura (como una biblioteca, una danza folclórica, un museo, un teatro, un concierto, un edificio histórico, etc.) se deriva la necesidad de que el dinero público trate de garantizar que esas unidades existan, de que se dé la posibilidad económica tanto de su producción como de su difusión y de su uso y de que exista la posibilidad de un verdadero acceso intelectual, comprehensivo, a los productos culturales. Éste es el núcleo al que se dirigen las políticas culturales públicas y que justifica, por sí sólo, que los niveles de inversión no deben disminuir en estos momentos, porque, de hacerlo, estaríamos negando la posibilidad, amparados esta vez en circunstancias económicas, de que lo público responda a los valores democráticos que dan sentido a nuestra civilización.
Una Sociedad mejor
La inversión pública en cultura responde a la consideración de que es precisamente la cultura lo que nos define realmente como sociedad. La forma específica que caracteriza nuestro modo de vida. El conjunto de creencias, fiestas, mitos, formas de comportamiento, actividades y objetos estéticos, etcétera a los que dotamos de significado. Desde ese punto de vista, la razón y el objeto último de esa inversión somos nosotros mismos y su sentido se encuentra en la intención de desarrollarnos socialmente. Aquellas sociedades que construyan culturas cuyos valores les permitan adaptarse a cada uno de los momentos históricos que vivan serán las únicas sociedades que protagonizarán un verdadero desarrollo sostenible en el tiempo. La cultura aporta energía creativa de forma continuada a las sociedades, cultiva la imaginación y cambia la forma en las personas miran sus propias sociedades y las sociedades ajenas. La cultura se convierte en la forma privilegiada de diálogo entre grupos sociales en conflicto, porque permite conocer otras identidades sin sentir la pérdida de la identidad propia. Aquellas sociedades que estén preparadas para pensar desde otro punto de vista, para cambiar la perspectiva, para innovar, serán las que sigan adelante. La inversión pública en cultura permite fortalecer una sociedad civil creativa, participativa, consciente y dialogante.
Aún cuando el punto de vista de su valor económico no es el principal elemento que deba justificar la inversión pública en cultura, lo cierto es que el sector cultural se ha convertido hoy en un componente importante de nuestra economía. No sólo representa ya una parte significativa de nuestro Producto Interior Bruto (dos por ciento) sino que una importante cantidad de canarios y canarias trabajan en diferentes actividades culturales (casi 22.000 personas al final de 2008). Se trata, en definitiva, de un sector dinámico, que crea empleo y genera actividad económica. El Cabildo Insular de Tenerife ha venido manteniendo un nivel de inversión en cultura que es significativamente superior al del resto de las administraciones públicas en Canarias, en el convencimiento de que esa inversión ha resultado y resultará en una isla más preparada socialmente para el futuro. Una isla donde la cultura abre paso a nuevas oportunidades.