La crisis dentro (y fuera) de la crisis

No hay mañana sin sesuda homilía sobre la crisis económica ni tarde en el que los representantes de los partidos políticos del establishment canario no aludan a la corrupción, por lo general para endosársela a sus competidores electorales o, en el mejor de los casos, para entonar un discurso gemebundo y moralizante. Pero lo cierto es que estamos ante un modelo agotado en el que la propia democracia está al servicio de los partidos políticos.

La recesión económica es moneda común y corriente y la corrupción se ha reducido a una interminable chismografía de insultos, insinuaciones y vejaciones. Pero, en realidad, declaraciones, titulares, discursos y comentarios políticos y periodísticos obvian una crisis más amplia y profunda que nos conduce, en un silencio casi intachable, a una situación de emergencia democrática, institucional, ciudadana. Sus rasgos principales –los que evidencian cada vez más intensamente la degradación del sistema político y la erosión de su legitimidad– no son, por supuesto, enteramente originales ni autóctonos.

Estamos inmersos en la terrorífica conjunción entre una recesión económica estructural que certifica el agotamiento de un modelo de acumulación de capital y régimen laboral, la parálisis política de un sistema democrático cada vez más hipotecado por intereses partidistas, corporativos y empresariales y unas administraciones públicas técnicamente tan ineficientes como ineficaces. Algunas de los rasgos característicos de esta coyuntura crítica serían los siguientes:

1. La instauración de una partidocracia reforzada por un sistema electoral que castiga brutalmente a las minorías y dificulta extraordinariamente la alternancia política en el Gobierno. Desde 1993, hace 17 años, gobiernan las mismas fuerzas políticas:  Coalición Canaria y Partido Popular (con dos breves periodos, entre 1993 y 1996 y entre 2005 y 2007, en el que lo hicieron en solitario los coalicioneros). Esta partidocracia presenta como rasgo distintivo su fuerte dependencia a lazos políticos, económicos y empresariales de ámbito insular, sobre cuyo carácter clientelar existen indicios y sospechas, como mínimo, preocupantes. Un insularismo político-empresarial de facto que no contribuye, precisamente, a la construcción política de la región. La misma convicción, por parte de los dirigentes de Coalición y el PP, sobre su inamovilidad en el Gobierno a través de sucesivos pactos y acuerdos hasta que las ranas críen pelo coadyuva al cesarismo –un cesarismo de uno solo o de siete menceyes–, al conformismo y al inmovilismo acrítico en el seno de dichas organizaciones políticas. La partidocracia termina destruyendo a los propios partidos como agentes de representación política y transformación social.

2. La partidocracia ha herido de muerte el parlamentarismo y ha socavado la imagen pública de la misma institución parlamentaria, del poder legislativo. Y no sólo cabe hablar de la calidad de los parlamentarios canarios como oradores o el ínfimo rendimiento laboral de la inmensa mayoría de los mismos. Lo asombroso es constatar la indignación del Gobierno y de los grupos que lo apoyan frente a la fiscalización de la acción política del Ejecutivo o la estólida impotencia de la oposición para abandonar una actitud liquidacionista, con ribetes apocalípticos, y superar su incapacidad radical para ofrecer propuestas alternativas. Los partidocracia, enfermedad degenerativa de la democracia representativa, perfecciona cada vez más cuatro grandes beneficios: el monopolio de los nombramientos para cargos públicos, incluidos los organismos de control y fiscalización (Consejo Consultivo, Audiencia de Cuentas, Diputado del Común); el control de los cargos públicos por las direcciones de las organizaciones políticas; el patrimonialismo, bajo la concepción de la administración pública como botín electoral; y la progresiva partidización de la sociedad civil. Una sociedad civil que el sistema político–institucional de la Comunidad autonómica parece considerar un objeto político y no el sujeto de legitimación al que supuestamente representa y sirve. Concretamente, al Parlamento de Canarias la autonomía de la sociedad civil le produce un yuyo insoportable, casi tanto como al Gobierno. La tramitación de todas las iniciativas populares presentadas a la Cámara ha sido rechazada por la mayoría gubernamental. Ni siquiera están dispuestas a debatirlas. He aquí el Parlamento poniendo decididos obstáculos a la naturaleza participativa y deliberativa que dota de virtualidad y vitalidad al sistema democrático. Lo mismo ocurre con la transparencia, una condición democrática sine qua non. Por poner solo un ejemplo, las compatibilidades concedidas a los diputados por la Mesa de la Cámara están ocultas bajo siete llaves. La situación es tan pasmosa que se llegó autorizar a un diputado –para colmo, secretario general de uno de los partidos que apoyan al Gobierno: el conservador herreño Manuel Fernández– a simultanear su escaño con la asesoría de un grupo empresarial que le contrató, precisamente, para labores de intermediación ante las administraciones públicas. Semejante descubrimiento, que solo pudo aflorar en el marco de una investigación judicial, hubiera supuesto en Francia o Gran Bretaña un escándalo de primera magnitud. Aquí, obviamente, no pasó nada, porque los poderes públicos canarios, como los vampiros, se cuidan muy mucho de pasear toda su anatomía bajo la luz del sol, y bajo este anocturnado principio, las declaraciones de bienes de los diputados y sus compatibilidades son material reservado. En cambio, en los últimos quince años, el Parlamento de Canarias no ha debatido jamás una proposición o iniciativa para enfrentarse a la creciente ola de casos de corrupción política, con cerca de un centenar de cargos públicos y funcionarios imputados en diversos procesos judiciales. En Canarias. la noción de ciudadanía –piedra de toque de cualquier sistema democrático– está en cuestión. Muy significativamente, entre la mayoría de los dirigentes políticos canarios –y en particular en la derecha y el centro derecha– la expresión ciudadanía no suele formar parte de su vocabulario público. Se emplean mucho más los términos canario, contribuyente, elector y, ya en el grado cero de la política, gente. Pero gente hay en todas partes. Ciudadanos solo en los países democráticos.

3. Las administraciones públicas canarias son instrumentalmente penosas: hinchadas, lentas, escasamente eficaces, a menudo covachuelistas, agorafóbicas y tardonas. La administración autonómica, concretamente, es un pequeño monstruo que emplea en el pago de salarios casi el triple de lo que gasta en inversión real (descontando transferencias estatales y fondos europeos). El crecimiento de la administración autonómica desde mediados de los años ochenta se desarrolló al margen de cualquier planificación rigurosa y a salvo de cualquier control técnico interno. No existen planes de evaluación de la eficiencia del gasto público ni mecanismos de formación continua de los funcionarios. En ningún momento se analizó conjuntamente, a lo largo del último cuarto de siglo, el desarrollo de plantillas, modelos organizativos y estrategias de gestión de la administración autonómica, las administraciones insulares y las administraciones municipales. Cada cual ha tirado por donde ha querido y el resultado está a la vista: un conjunto de burocracias que devoran recursos, emiten un papeleo inacabable, se remiten a menudo las unas a las otras para sufrimiento del ciudadano o el pequeño empresario, y mantienen una ignorancia mutua asombrosa. Esta situación explica, en parte, lo ocurrido con Montaña Tebeto, cuando una dirección general de la Consejería de Industria y Energía del Ejecutivo regional reconoce y devuelve derechos de explotación a una empresa en un espacio geográfico que, desde hacía años, gozaba de protección normativa en los planes de ordenación de La Oliva y de Fuerteventura. Y es que, después de 25 años, escandalosamente, todavía no se ha cerrado el edificio político-institucional de Canarias, como demuestran las broncas periódicas entre los cabildos y el Gobierno autonómico por competencias y transferencias; y ahora mismo, por las perras de los impuestos cedidas a las corporaciones insulares, que se encuentran sin medios financieros para gestionar los servicios asumidos durante las últimas décadas y otros que no lo son tanto. El despilfarro de las administraciones públicas canarias –y aquí tienen un astroso papel principal los ayuntamientos– ha sido formidable en los anteriores años de bonanza, y en el ámbito municipal no se han invertido, por lo general, en políticas sociales y asistenciales sistemáticas, articuladas y estables. La gravedad de todas estas circunstancias en las administraciones públicas canarias (deficiente cualificación técnica, inestable articulación interadministrativa, selvática complejidad burocrática, dosis peligrosas de cooptación política, despilfarro populista, indicios y sospechas de clientelismo…) alcanza lo extraordinario cuando se recuerda que tienen un peso decisivo en la dinámica económica del país y constituyen, sin duda, los principales asignadores de recursos en la economía canaria. En la gravísima tesitura económica y social en que nos encontramos las administraciones públicas del Archipiélago han mostrado una indiferencia pasmosa a la hora de consensuar estrategias de austeridad presupuestarias mancomunada y equilibradamente sostenida.

La recesión económica que martiriza Canarias, y que nos ha llevado a una contracción del PIB de cinco puntos porcentuales en tres años y a un desempleo cercano al 30% de la población activa, ha revelado, así, una crisis soterrada, pero cada vez más evidente, de su sistema político, su modelo administrativo y sus estructuras burocráticas. Una situación de tormenta perfecta cuyo desenlace es difícil aventurar, pero que muy probablemente se saldará con mayor degradación del sistema democrático y merma acelerada de su legitimidad, recortes sin piedad al Estado de Bienestar y a los servicios sociales y asistenciales y un enrocamiento decidido del establishment político en los próximos años.

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