Lo que hay y lo que nos merecemos

El que se fue el último 31 de diciembre no será recordado como un año esplendoroso para las Islas. Todo lo contrario, fue el año en el que ¿terminamos? de darnos el costalazo padre. Confirmadas las peores perspectivas, condenadas a hacerse realidad, 2009 fue cuando se ¿acabó? de descubrir la crudeza de una crisis que –previsto estaba– aquí sería más cruel, como aquí también aquí fue más esplendorosa la bonanza. Es sabido también que en Canarias los ciclos económicos pasan de un extremo al otro sin que podamos aspirar a tránsitos más pausados. Mientras seguía cayendo el empleo y se sucedían los cierres de empresas, los unos y los otros siguieron a lo suyo en una suerte de un Plácido de Berlanga en el que el disparate se apodera del guión y los mensajes desde cada lado de la trinchera se adivinan antagónicos. ¿Qué le pasa a Canarias? ¿Y a España? ¿Y al mundo desarrollado o en vías de estarlo? ¿Y al otro medio que malvive sin agua, educación o reglas de juego aceptables? ¿Estamos realmente ante el fin de una civilización y a las puertas de un nuevo modo de entender las relaciones humanas y el desarrollo económico? ¿O, sencillamente, como predican los catastrofistas enteros, estamos al borde de un gran estallido sin meteorito por medio que lo desencadene? Demasiadas preguntas sin respuestas inequívocas.

A fuerza de intentar hacer para esta tierra un ejercicio de sociología apresurada, las señales no son precisamente estimulantes. Siempre se podrá distinguir la lectura según se vea la botella media llena o medio vacía. Tengo un amigo director de banca que desde el lejano verano de 2007 me decía que ante lo que se nos venía arriba era mejor ver las cosas desde el lado optimista. “De lo contrario”, me advertía, “mejor cerramos el quiosco y a verlas venir”. La última vez que hablamos, llegada la primavera de 2010, el optimismo de mi amigo creo que había mutado en una media sonrisa envolviendo un discurso ya parco y un tanto fúnebre. Supongo que no quería transmitirme su aparente cambio de parecer. Casi tres años después de aquella conversación es hiriente comprobar cómo la vida camina por un lado y quienes nos gobiernan lo hacen por otro. No sé si contar con una nómina cada día 25 y no pisar la calle más que para comer los fines de semana con la parentela lo explica, pero en medio de este meneo llego a ciertas conclusiones que tengo por ciertas.

La primera, que no estamos preparados para gestionar no ya miserias, sino escaseces. Ver cómo se caen los presupuestos públicos y el común de los políticos pierde los nervios y las formas es una. El talante antes afable y suficiente transmuta en un tic nervioso, a veces mal encarado, que revela la incapacidad del político engordado para atender una dieta. Tres años después, no pasamos de gestos para la galería, peregrinas apelaciones al recorte del gasto corriente y triunfalistas declaraciones sobre lo eficaz de congelar un sueldo aquí o una tasa de basura allá. Es estimulante. Un enfermo se desangra y el médico, ufano, muestra orgulloso lo bien puesta que ha quedado una tirita para tapar el corte en la frente de su paciente, mientras el sufrido moribundo balbucea que le importa un higo el raspón en la cabeza y que le atienda la herida en la femoral.

La oposición (segunda certeza) hace el caldo gordo mientras el inoperante cirujano sigue preciándose de su arte para las primeras curas. El que oposita en estos tiempos espera ansioso a 2011 (ó 2012 según sea la parte de la tarta a la que aspira). Se lamenta de la incapacidad del médico titular y lejos de apuntarse a médico residente, cuando menos, para echar un cabo, vuelve a la sala de espera para pregonar entre el vecindario lo mal que está la clase médica. Para entonces ya es medianoche. Mañana (salvo fiesta de guardar), la rueda girará de nuevo para recuperar el discursito apocalíptico. ¿Y el paciente? Ahí va, pelín sostenido con una transfusión de última hora que le devuelve un cierto color a la tez.

Queda, a modo de síntesis, una tercera certeza. Las grandes fuerzas que nos gobiernan (económicas, políticas, creadoras de opinión…) seguirán a lo mismo mientras ciertas voces, escasas y apaleadas convenientemente, llaman la atención sobre la necesidad de girar el rumbo. En los años cuarenta del siglo pasado, el periodista estadounidense Henry Hazlitt escribió Economía en una lección [Ciudadela Libros, 2007], un sencillo y ameno ensayo para explicar el abc de la economía capitalista y las placas en forma de sofismas que la presionan (en esencia: empresas, gobiernos, trabajadores y sindicalistas). El libro no dejaba a salvo de pecado a nadie y parte de su breve capítulo primero es ejemplar: “Es posible afirmar que la totalidad de la Economía puede reducirse a una lección única, y esa lección a un solo enunciado: el arte de la Economía consiste en considerar no los efectos inmediatos, sino los que se producirán a largo plazo por cualquier acto o medida política; en calcular las repercusiones de tal política, no sobre un grupo, sino sobre todos los sectores”. Y añadía Hazlitt: “Nueve décimas partes de los sofismas económicos que están causando enormes daños en el mundo actual son el resultado de ignorar esta lección”. Escribió todo esto en 1946, aunque su libro –revisado en 1978– no ha dejado de ser reeditado desde entonces, ni ha perdido vigencia, como se ve.

Puede que en la negativa de los gobiernos en gobernar para todos y pensando en el largo recorrido, como en el empecinamiento en buscar los culpables muy lejos de cada uno, resida el secreto, no ya de la crisis, como de la solución a ésta. Al cabo de tres años de desmoronamiento de la arcadia, parece existir aún una amplia mayoría social que piensa que la crisis no es algo que le vaya a tocar mañana. Y menos aún, por lo que tenga que pagar. Su sueldo y su empleo han sobrevivido al tsunami financiero. Puede que crean que lo peor ya pasó, que no quedan más visitas al quirófano que hacer. Y si las hubiera, serán otros y no ellos los futuros enfermos. Peor aún, puede que reconociendo la magnitud del problema y los largos años de penumbra que quedan por vivir –en tanto volvemos a una arcadia imposible– resulte más gratificante entregarse el ejercicio de mirar hacia otro lado como hacemos ante el mendigo apalancado ante la puerta del supermercado. ¡Carpe diem!

Nos hemos quedado afónicos de tanto gritar que no nos merecemos esta clase política, estos empresarios o aquellos sindicatos. Eligiendo el enemigo a conveniencia, los medios han insistido una y otra vez –y la mal llamada sociedad civil los ha jaleado– en la pobreza intelectual y la escasa altura de miras de las castas dirigentes. Razón no les falta, pero el examen se quedará en facilón mientras no convengamos en que no es ésta una casta llegada de Marte como una casta engendrada en la sociedad que ahora le desprecia. Alguna responsabilidad tendremos antes de fustigarnos por lo mal que lo hacen.

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