Una ardilla de los sucesos

Antonio Bernal Rodríguez murió el 2 de diciembre de 2009 en Santa Cruz de Tenerife a los 53 años de edad. Inició su carrera profesional con 18 años en Radio Juventud de Canarias y siempre estuvo ligado a la sección de Sucesos. Auxiliar de redacción de ‘La hoja del lunes’, fue responsable de Sucesos en ‘La Tarde’ (1976-1982) y posteriormente en ‘Canarias7’ y ‘El Día’.

Qué menos, en este Anuario de Canarias 2009 que edita la Asociación de la Prensa de Santa Cruz de Tenerife (APT), que dedicar dos Palabras de afecto para Antoñito Bernal, como lo llamábamos cariñosamente en la redacción inolvidable de aquel no menos inolvidable periódico tinerfeño que fue el vespertino La Tarde. La suya se puede decir ahora que era una muerte desde hace largo tiempo anunciada. Porque hay seres humanos que se devoran sin remedio a sí mismos.

Antonio Bernal amaba como pocos esta baqueteada profesión. Y también como pocos los hacía tan limpiamente y con tanto coraje. Porque fue un periodista de raza, humilde pero entregado en cuerpo y alma a la caza de la noticia, del suceso, de la información en caliente. Y no se paraba en nada para lograrlo. Si había que saltar vallas, romper cordones, esquivar o ganarse policías, soportar confidencias, urdir hábiles tramas para que la liebre tras la que andaba saltase, o ir a parar con sus escuálidos huesos a chirona, no se lo pensó nunca dos veces. Siempre estuvo dispuesto ha hacer lo que fuera preciso con tal de atrapar lo que perseguía.

Antonio era una ardilla. Y lo era desde que empezó en el periodismo de sucesos, en unos tiempos que nada tienen que ver con los actuales. En cierta ocasión tuvimos que defenderlo con energía –cuando todavía estaban activos y hostigantes no pocos resabios y resabiados del franquismo– de un funcionario policial en exceso pagado de sus supuestas prerrogativas, que lo llevó hasta la cárcel por entender que no lo había obedecido. Desde La Tarde defendimos entonces, frente a los tan cacareados y exhibidos derechos que el poder tenía en sus manos de forma que creía omnímoda, el inalienable derecho de los periodistas a informar con veracidad y honestidad; y de los lectores a ser informados de manera recta, suficiente y responsable. Aquello, por fortuna, no acabó mal. Incluso, tuvo un epílogo entre kafkiano y surrealista que ahora no viene al caso contar.

Para Antonio Bernal, periodista de vocación hasta el tuétano del alma, fue aquel un día verdaderamente feliz. Claro que aquella manera turbulenta de entregarse con pasión a lo que más le apasionaba, la crónica de sucesos –escrita siempre con agilidad, con rapidez, con concisión, y salpimentada las más de las veces con datos de los que nadie como él sabía adueñarse, incluso exponiendo su integridad–, tenía un precio. Lo acaba de pagar.

Antonio Bernal deja este mundo sin diplomas, sin títulos, sin medallas, sin reconocimientos oficiales, únicamente ya ceniza apenas leve de la llamarada del periodismo que acabó devorándolo. Fue un periodista de los de brega, que jamás consumió titulares ni se sintió encandilado con ningún oropel. Se fue, en definitiva, un periodista que entendía el periodismo como una profesión maldita y sublime, a la que estaba condenado a servir.

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