Que las redes sociales han llegado para quedarse es una realidad aparentemente indiscutible, así que si es usted de los que reniega de ellas, tal vez deba plantearse un retiro espiritual o difícilmente escapará a su impacto. Curiosa palabra esa, impacto. Porque cuando uno piensa en ella, generalmente lo hace imaginando el efecto producido por un agente externo, ya sea un proyectil, una tormenta o una noticia.
Pero ese impacto de las redes sociales en la sociedad actual de la que todo el mundo habla parece surgir de lo más profundo de la propia sociedad. O, al menos, esa es mi sensación personal cuando asisto atónita al espectáculo de millones de personas que han adoptado un medio de comunicación como una forma de vida (o casi). Con toda naturalidad y en un tiempo récord. Es como si tuvieran una necesidad vital que les sale desde dentro y de la que, al mismo tiempo, aquel medio se alimenta.
El IAB (la asociación que representa al sector de la publicidad en medios digitales en España) acaba de publicar su estudio anual sobre redes sociales en 2013 en el que revela que el 79% de la población española las utiliza. Siendo éste un porcentaje prácticamente idéntico al registrado en 2012, cabría interpretarlo como una señal de que las redes habrían entrado en una fase de madurez. Pero ¿y la sociedad española? ¿Ha entrado también (por fin) en una etapa de madurez en lo que respecta al uso racional de las redes? Yo diría que no.
Porque el problema no son las redes sociales, sino el uso que los individuos hacemos de ellas. No debe ser un problema de adaptación, porque quienes no hemos nacido en la era digital hemos tenido que aprender a utilizarlas desde cero y algunos lo hemos hecho con criterio, con sentido crítico, discriminando la información del mismo modo que elegimos el periódico que compramos o la emisora de radio que escuchamos. Cierto es que en las redes no existe el zapping y tampoco hay logotipos que nos permitan deducir la fiabilidad de una fuente. Sólo hay emisores individuales — con nombre o seudónimo, en el peor de los casos— opinando (o más bien replicando lo que opinan otros) sobre casi todo con la más absoluta falta de rigor.
De una sociedad madura cabría esperar que se enfrentase a esta maraña de desinformación como haría quien, por azar, aterriza en una cadena privada de televisión en hora punta y se enfrenta a una manada de analfabetos contando intimidades propias y ajenas: cambiaría de canal. Pero la realidad en una sociedad inmadura (dejémoslo así) como la nuestra es que los individuos que la representan han entrado en las redes sociales como un elefante en una cacharrería. Se sienten como tollos en su salsa y, como si fueran ellos mismos los protagonistas de aquella telebasura de máxima audiencia, lejos de cambiar de canal, lo que harán será echar el trasmallo y sentarse a esperar. O, en el peor de los casos, sumarse a la crítica desaforada amparada en el anonimato.
Aunque el origen de las redes sociales se remonta a finales del siglo pasado, no ha sido hasta hace bien pocos años cuando han pasado a revolucionar nuestro entorno y el escenario social tal como lo conocíamos hasta ahora. Porque, insisto, las redes sociales pueden ser instrumentos tremendamente útiles si se utilizan con cabeza (ay, la cabeza, ese misterio insondable del ser humano). Han dado voz a movimientos populares y a colectivos en exclusión, han propiciado el acceso a la información global y han facilitado la conexión de las personas en todo el mundo. En el plano empresarial han creado puestos de trabajo (y han ayudado a conseguir empleo), han generado oportunidades de negocio, han abierto mercados y han favorecido las relaciones comerciales.
Pero en la otra cara de la moneda, ¿cómo se gestiona una crisis de comunicación corporativa o institucional en redes sociales, si un simple rumor se da por válido en medio minuto, sin que exista un filtro previo que permita contrastar su fiabilidad? ¿Cómo se detiene una difamación pública o una incitación a la violencia, cuando millones de personas se hacen eco de ella, avivándola, incluso, en cuestión de minutos?
El valor de las redes sociales como forma de comunicación y vía de intercambio de experiencias y conocimientos con demasiada frecuencia —cada vez más— está quedando eclipsado por la contaminación, la falta de control y la escasez de criterio de sus usuarios. Y no nos confundamos: no es por falta de reglas. Las redes sociales tienen sus propias normas de uso pero, lamentablemente, la mayoría de los individuos y empresas que las utilizan las ignora y las incumple.
En este contexto de libre albedrío millones de personas están convencidas de que en las redes se les permitirá escribir, compartir o comentar todo aquello que les pida el cuerpo, sin atender a códigos y, menos aún, a posibles consecuencias; sin valorar si sus expresiones y publicaciones traspasan algún límite que pudiera, incluso, lesionar el derecho al honor de terceros.
El Ministerio del Interior acaba de publicar un informe referido a 2013 que revela que durante ese año se detectaron en España a través de las redes sociales un total de 50.400 delitos. Más de 11.000 de ellos eran delitos de odio, siendo Facebook y Twitter las redes sociales preferidas para realizar este tipo de publicaciones. ¿Será que se nos está yendo de las manos?