Gracias al periodismo y gracias al fútbol

A los dieciséis años ya mi madre me compró un traje porque me iba a estrenar como periodista en El Día, una vez superada la espléndida época de La Tarde, donde conocí a lo más extraordinario del oficio

Soy periodista gracias al fútbol, y lo soy desde que tenía trece años. Ahora he cumplido 74. En este momento estoy en Nueva York, para dar una clase de periodismo de entrevistas en la Universidad de Princeton, dedicada sobre todo a enseñar a posgrados, gente que ya hizo su carrera y quiere saber más. Para mi es un honor que me hayan elegido para este cometido. He traído conmigo parte de mi experiencia, algunos cuadernos, un libro (Toda la vida preguntando) en el que la editorial Círculo de Tiza compendió algunas de las entrevistas que he hecho a lo largo de mi vida, y sobre todo he traído, espero que aun en funciones, mi propia memoria, que tiene todavía el recuerdo de hechos inolvidables del tiempo en que empecé a sentir que era un periodista.

Ese primer momento fue cuando fui por mi cuenta, vestido con pantalón largo, aunque aun tenía tan solo trece años, a ver un partido de fútbol de juveniles. Al regresar a casa agarré unos folios y escribí, según los cánones del periodismo deportivo de la época, una crónica de lo que había visto. Los chicos del barrio se asombraron de que luego ese trozo de mi inteligencia tan juvenil fuera aceptado por Julio Fernández, dueño y director del Aire Libre, que entonces era el mejor semanario deportivo de Tenerife (no había otro, hasta que llegó Jornada Deportiva, me parece, seguramente los editores de este anuario lo rectificarán con una nota al pie).

Hasta entonces los chicos del barrio me trataban (nos tratábamos) como un inútil que solo leía libros y escribía poemas que a veces estampaba en la pared de su casa. Que escribiera y que además eso se publicara en letra impresa, y en un periódico que muchos conocían, me dio cierta vitola de alguien respetable. Tanto les sorprendió el hecho de aquella publicación que unos días después de aparecer mi nombre en Aire Libre se juntaron unos cuantos a leer lo que su vecino había escrito. Los escuché leer desde una esquina, porque no sabía si aquello era aprecio o burla, hasta que terminaron la breve lectura y se oyeron algunos aplausos que mi madre escuchó secándose las manos de fregar.

Así puse pie en el oficio. Luego dirigí (e hice) una revista, Ahora, que imprimía en los altos de La Orotava y para la que tuve un colaborador inolvidable, don Luis Castañeda. Él se sentaba en la Plaza del Charco, por donde ya andábamos queriendo destacar como periodistas Salvador García Llanos y yo, y como don Luis estaba en el lado izquierdo (donde estaban Genaro y otros repudiados del régimen), pronto hice conversación con él. Se me parecía a Miguel de Unamuno, cuyos libros yo ya transitaba, y tenía la voz hecha de hablar en público, en mítines republicanos que entonces estaban muy prohibidos, pero en la discreción de la plaza decía lo mismo que hubiera dicho en libertad.

Era un hombre genial, un poeta de la política. Es curioso, mi padre se refirió a él, a su vestimenta, sin nombrando, cuando le dije que ya estaba siendo periodista. Me dijo: “No te hagas periodista. Los periodistas siempre andan con los pantalones rotos por el culo”. Yo también me había fijado en que don Luis llevaba, en efecto, los calzones zurcidos. Pero como mi padre y como todos nosotros.

A los dieciséis años ya mi madre me compró un traje porque me iba a estrenar como periodista en El Día, una vez superada la espléndida época de La Tarde, donde conocí a lo más extraordinario del oficio: Don Víctor Zurita, don Ángel Acosta, Paco Pimentel y Alfonso García Ramos. La narración de mi experiencia con cada uno de ellos, o a partir de lo que les vi hacer en aquella vieja redacción de locos, daría para un texto que aquí no cabe. Como ya era un colaborador habitual, que hacía de todo y de todas partes, cosa que sigo haciendo ahora, también en Nueva York, Ernesto Salcedo, entonces poderoso director de El Día, me ofreció sitio en su periódico. Para competir con La Tarde no era preciso demasiado,porque el periódico de don Víctor Zurita estaba en lo más bajo de la tabla, en cuanto a instalaciones, algo que nunca me importó demasiado. Pero, y eso le importaba más a un muchacho que soñaba con el sonido de las máquinas de escribir, La Tarde no tenía ni sitio para tenerlas a disposición de un muchacho que venía del Puerto de la Cruz o de La Laguna y no encontraba lugar, ni silla ni artefacto para volcar lo que supiera.

Poco antes de que yo me diera cuenta de que estaba en El Día, don Ernesto (así lo llamábamos los advenedizos) me envió al hotel Mencey (“un hotel superburgués de Tenerife”) a entrevistar al sobrino de Pío Baroja. Había llegado a la isla Julio Caro Baroja, o iba a llegar, y el director quería que fuera yo quien lo entrevistara. Me compré y subrayé un libro suyo sobre brujas, preparé un cuestionario (cosa que sigo haciendo: no se puede ir a una entrevista sin pantalones, ni con pantalón corto, y sobre todo no se puede ir sin cuestionario). Mi madre me compró chaqueta y pantalón, y en la foto que nos hicieron en el Mencey a Caro y a mi aparezco compitiendo con don Julio en apostura, aunque él me ganaba porque llevaba pajarita. Siempre la llevó. Al final don Julio me dedicó el libro con la dedicatoria que evoqué hace un momento: “Para” (y aquí puso mi nombre completo) “en un hotel superburgués de Tenerife”. ¡La cantidad de gente que entrevisté luego en el Mencey! Cito solo tres o cuatro: Liz Taylor, Richard Burton, Camilo José Cela, Álvaro Cunqueiro…

El acontecimiento más grande de mi vida (y no sólo de mi vida de periodista también entrevistador) fue la que ocurrió una tarde soleada de la calle del Castillo de Santa Cruz, justo a la salida del quiosco La Prensa. Yo iba allí a diario a buscar prensa de la península (Pueblo, al primero que me suscribí) y en uno de esos días luminosos que alegraron mi vida me encontré con un hombre al que yo asociaba con las fotografías que veía a menudo en los dos diarios de la ciudad.

Ese hombre tan elegante, que no pasaba desapercibido por donde fuera, era don Domingo Pérez Minik, el más destacado, e internacional, de los críticos literarios de novela extranjera que tuviera España. Iba con Le Monde bajo el brazo y me dejó que me dirigiera a él como a un admirado señor. Él tuvo la gentileza de preguntar por mi nombre y es posible que me mintiera para halagarme cuando me dijo que me había leído. Lo cierto es que al día siguiente lo fui a ver, porque me invitó a su casa, a ver sus libros, a llevarme alguno, si me apetecía. Esas cosas nunca se dicen, pero en ese momento creo que sentí que me decía que sería, si yo quería, un amigo para toda la vida.

Fue una alegría para toda la vida, un recuerdo lleno de gratitud. Ahora que he leído el gran ejercicio de periodismo que ha hecho Luis Padilla, con el impagable Galarza, sobre la historia del fútbol de Tenerife (y de Las Palmas) y he visto ahí la figura, comprometida, de don Domingo, escribiendo del fútbol previo a la guerra española con la inteligencia de quien se refiere a una obra de William Faulkner, sentí una gratitud enorme por Luis, por su libro y por una vida, la de periodista, que me permitió conocer, por ejemplo, a don Luis Castañeda, a don Domingo Pérez Minik, a don Alfonso García Ramos y, por supuesto, a don Ernesto Salcedo y a don Julio Caro Baroja.

Dones del periodismo para un periodista que lo quiso ser desde que tuvo uso de razón.

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