Uno de los endemismos canarios, acaso el más singular, es la pertinaz persistencia de sus viejos problemas que, a falta de remedios, casi forman parte del acervo social y político que unos gobiernos van legando a sus sucesores.
Durante el año 2024, las Islas Afortunadas rememoraron las escandalosas imágenes del boom migratorio del 2006, con la masiva oleada de cayucos que desembarcaron en las islas, o la situación de crisis generada en el año 2020 con el muelle de Arguineguín convertido por las dolorosas imágenes de televisión en el “muelle de la vergüenza”: cientos de migrantes alojados de cualquier manera en carpas o tirados sobre el cemento. En este año de 2024 llegaron a las islas de manera irregular, vía marítima, casi 47 mil inmigrantes, el 70% de todas las llegadas que se produjeron en España. Y el número de menores no acompañados ascendió hasta la estratosférica cifra de casi cinco mil niños, que saturaron y desbordaron el sistema de acogida del Archipiélago.
Pero frente a lo que pudiera pensarse, no se trató del fruto de la casualidad, sino de la causalidad. De una manera aparentemente muy premeditada, el Estado español procedió a blindar las fronteras peninsulares, el mar de Alborán y el Estrecho, con todos los medios terrestres y marítimos a su alcance.
Cuando la derecha radical pidió al Gobierno español la utilización de la Armada como elemento disuasorio contra las mafias de la migración —algo por lo que fue justamente calificada de demagógica: “¿qué pretenden, que hundamos las pateras a cañonazos?”— no solo demostró insensibilidad, sino pura ignorancia. La petición era ociosa porque varios buques de acción marítima españoles llevan años custodiando las aguas del Mediterráneo. Y si a eso se une el despliegue en Península del Frontex y el aumento de la seguridad de los operativos de la Guardia Civil, con el telón de fondo de la lucha contra el tráfico de drogas, la conclusión inevitable es que se cerró una puerta para que otra quedara meridianamente abierta: la de Canarias. Para los inmigrantes es la peor. La más mortal, con más de diez mil víctimas estimadas hasta hoy. Para Madrid y Bruselas, sin embargo, es la más conveniente. Las islas son una prisión natural a la que llegan los inmigrantes y desde la que no pueden ir a ningún otro sitio sin la intervención, el control y la tutela del Estado.
Canarias ha sido reiteradamente ignorada en todos los episodios de oleadas masivas de migrantes. Ha tenido que improvisar medidas extraordinarias para dar atención humanitaria a las personas que arribaban a sus costas sin contar con el apoyo y el refuerzo de Administración Central. Como si las fronteras de las islas no fueran parte de las del Estado, sino las propias de un país ajeno. Una vergüenza que se extendió más tarde a los menores migrantes no acompañados de los que el resto de Comunidades Autónomas y el Gobierno central se han desentendido con idéntica insolidaridad y desapego.
Más allá de las sucesivas crisis migratorias, casi cronificadas en el día a día de las Islas, el año 2024 hizo emerger un nuevo debate sobre un viejo problema: el inicio de las protestas contra un modelo turístico masivo con el que una parte de la sociedad no está de acuerdo. La discusión sobre la carga de población que puede soportar la economía de Canarias no es nueva. De hecho, y a lo largo de muchos años, algunas voces alertaron de un fenómeno especialmente preocupante: el crecimiento demográfico de las islas— en 2024 fue el sexto mayor de las CCAA de España, 1,18%, por encima de la media nacional— basado en la importación de nuevos ciudadanos, básicamente mano de obra para el sector servicios, a tasas de quince o veinte mil nuevos residentes cada año. Es un dato que explica en parte, así sea a trazos gruesos, la existencia de un excedente de mano de obra disponible y bajos salarios.
Trescientos mil turistas diarios —que es la población flotante en las Islas— y dos millones doscientos mil residentes habituales pueden ser demasiadas personas en un territorio como el nuestro. Pero hay sobrados ejemplos de otros modelos de éxito donde el peso poblacional sobre el territorio disponible es mayor. Singapur, con una superficie de solo 736 kilómetros cuadrados —más de diez veces menor que la de Canarias— tiene más de seis millones de habitantes, una renta per cápita de más de 92.000 dólares y un PIB per cápita expresado en términos de Paridad de Poder Adquisitivo (PPA), de más de 156 mil dólares que lo posiciona como el más alto del mundo. Es la economía —o sea, la riqueza— la que determina la carga de población de un territorio. Pero es cierto que en Singapur, aunque recibe 16 millones de visitantes cada año, no se vive exclusivamente del turismo, como en Canarias donde el medio natural y su conservación es parte indisoluble del negocio.
El debate sigue abierto y en el actual Gobierno se manejan hipotéticas medidas de control de la residencia que están en estrecha vinculación con asuntos como la presión sobre el territorio, el mercado de trabajo o la disponibilidad de vivienda. Ninguna de esas medidas, a día de hoy, se ha materializado en acciones concretas. Operar sobre esta realidad se vuelve extremadamente delicado cuando se pertenece a una Unión Europea que consagra la libre circulación y asentamiento de sus ciudadanos. Y mucho más cuando se maneja la evidencia de que los 18 millones de turistas que visitan las islas producen un negocio superior a los 24.000 millones de euros al año, muchos de los cuales se ingresan en las arcas públicas de la Comunidad Autónoma a través de cargas fiscales, además de generar el empleo del que viven más de 600 mil canarios.
Como telón de fondo, el año se cerró con el gran asunto de Canarias que es, a su vez, el tema que mayor preocupación concita en todo el Estado porque tiene que ver con la pervivencia o transformación de su modelo. El caducado Sistema de Financiación de las Comunidades Autónomas es un problema incandescente y una gravísima preocupación para el Archipiélago que es uno de los territorios pobres que recibe contribuciones del resto del Estado.
La desvinculación de Cataluña del régimen común, a través de su independencia fiscal, está provocando una sacudida tectónica de la que aún solo hemos visto las primeras consecuencias. Para algunos, el principio constitucional de solidaridad interterritorial está en riesgo de quiebra si los territorios con mayor renta per cápita recortan su contribución al fondo común, sumándose al modelo de País Vasco y Navarra. Consideran que se vaciarán de recursos los instrumentos de cohesión social. El ejemplo vasco, que gestiona sus propios impuestos y contribuye al resto del Estado a través de un llamado cupo, es paradigmático: la comunidad más rica del país, con mayor renta, es la que cuenta con la mejor financiación.
El año 2024 acabó sin propuestas de reforma del Sistema de Financiación que sigue siendo una asignatura pendiente. En el contexto de debilidad política del actual Gobierno central —incapaz durante dos años de sacar adelante unos presupuestos— las señales que se están enviando sobre esa futura reforma no tranquilizan a nadie. La independencia fiscal de Cataluña ya está sobre el tapete, al igual que la mutualización de parte de su deuda —en este caso junto a otras CCAA— y en los territorios como Canarias, que obtienen recursos de la solidaridad de los más ricos, han saltado todas las alarmas. Un presupuesto de casi doce mil millones será muy difícil de sostener sin el trasvase de riqueza de un Estado de Bienestar que algunos ya dan por difunto. Ese será sin duda el gran asunto en donde las islas, entre otros territorios, se la jugarán a medio plazo.