El carnaval vive momentos muy distintos en las dos provincias. Mientras en Las Palmas de Gran Canaria su ‘joven’ fiesta trata de hacerse un hueco a base de imaginación e ideas nuevas, el carnaval chicharrero transita desde hace años a la deriva, a medio camino entre la tradición que sólo unos pocos mantienen viva y el empeño de unos organizadores por cambiar el rostro de una fiesta que no necesita más retoques que recuperar su identidad perdida.
El carnaval de Santa Cruz de Tenerife con el que crecí, el que me inocularon mis padres haciéndome partícipe de las Fiestas de Invierno desde muy pequeño, ya no existe. Su esencia se ha ido diluyendo con el paso de los años. La efervescencia de aquel carnaval puro y asentado en la tradición, en la diversión como excusa y el respeto al prójimo como seña de identidad, es ya casi una leyenda urbana, como tantas que abundan en los últimos años sobre el carnaval chicharrero, muchas de las cuales especulan con brotes de violencia desmedida liderados por grupos de adolescentes que han hecho un daño terrible a la fiesta en la calle, esencia y legado del otrora mejor carnaval de Europa. Y ello ha provocado además la huida del carnavalero de siempre, que prefiere abandonar la ciudad durante la semana grande de la fiesta y evitar así toparse de bruces con una celebración que no es ni la sombra de la que conoció y disfrutó tantos años.
Ese carnaval añejo y emotivo que invitaba irremediablemente a la catarsis colectiva, esa fiesta popular abierta a todo el mundo, ha dado paso al mercado [turístico] y a la especulación. Todo, hasta el último detalle que rodea al carnaval chicharrero, ha dejado de ser espontáneo para tener un por qué. Cada concurso de murgas y comparsas, cada elección de la Reina del Carnaval, cada coso y cada entierro de la sardina han terminado claudicando, entregando su razón de ser y hasta su alma al simple hecho de formar parte de un gran escaparate turístico. Por eso creo que el carnaval que tanto he amado es ya sólo un recuerdo lejano. La misma fiesta ha sido fagocitada por su ambición desmedida; por su incapacidad para mantenerse fiel a sus principios. Como era de prever, ese modelo impuesto de carnaval, esa parodia de Fiesta de Invierno en que se han convertido nuestras carnestolendas, es una propuesta agotada antes de tiempo.
Decadente y difuso, el carnaval de Tenerife sobrevive entubado a la máquina de la esperanza y a la ilusión de unos pocos carnavaleros de pro que se mantienen firmes y enraizados en el sentir de antaño. Polémicas como la generada por el Entierro de la Sardina en los dos últimos años, cuando se decidió cambiar al viernes de piñata una celebración que tradicionalmente había tenido lugar el miércoles de ceniza -o modificando su itinerario y acortar así su desfile- son un fiel reflejo de la enorme distancia que separa a carnavaleros y organizadores. Hay quien piensa que el carnaval chicharrero necesita evolucionar, mirarse en el espejo del aún precoz carnaval de Las Palmas de Gran Canaria como remedio a sus males. Creo que sería un error. El carnaval grancanario está haciendo su propia historia con los mimbres que ha tenido a su alcance en los últimos años. Ha sabido invertir en imaginación a falta de una historia que sustentara su presencia.
Con ese pretexto nació un certamen con identidad propia dentro de su fiesta como es el concurso de Drag Queen, cita ineludible en su calendario que cada año supera las previsiones de participación, asistencia de público y proyección internacional. Se trata de un carnaval aún por definir, con numerosos elementos heredados de su homónimo chicharrero y otros que son producto de su propia realidad, que serán los que con el paso de los años conformen su denominación. El carnaval de Tenerife debería tratar de recuperar su identidad perdida; ser exigente con las murgas, referente ineludible de esta fiesta y de nuestra sociedad, que con el paso de los años se han olvidado de la crítica y de agudizar su ingenio, para convertirse en seudo coros que interpretan letras larguísimas y aburridas y se reúnen en insulsas concentraciones con otras formaciones grancanarias; rescatar del ostracismo a las comparsas, ritmo y armonía de la fiesta de don Carnal, así como a agrupaciones musicales, rondallas y grupos coreográficos, que han sido esenciales en la fiesta y deben volver a sentirse importantes; y, sobre todo, desechar productos importados y devolver a las calles de la ciudad el carnaval abierto, divertido, seguro, vistoso y espectacular de antes, el de la marea humana bienintencionada que abusa de la diversión y el transformismo hasta que el cuerpo aguante y repele cualquier atisbo de violencia.
Para un carnaval como el de Santa Cruz de Tenerife, lleno de símbolos y santuarios como el Teatro Guimerá, la plaza del Príncipe -aunque sean muchos los que jamás hayan ido a un concierto de Los Fregolinos o la Ni fú-Ni fá-, la Alameda del Duque de Santa Elena, la plaza de España, con o sin obras, que este año obligaron a trasladar el carnaval al Recinto Ferial, la calle San José, el Corinto, el Águila o el quiosco Numancia, mirarse en el pasado -aunque sólo sea como excepción a la regla- y rescatar su esencia es casi una obligación. El carnaval de Tenerife no necesita de concursos inventados como La canción de la risa para revivir y engancharse a los nuevos tiempos. Se trata de respeto a la tradición y de amor a una fiesta que corre por las venas. El corazón de la fiesta está en su gente y en cómo viven y sienten el carnaval. Aún estamos a tiempo de aunar tradición y modernidad y salvar con ello nuestro carnaval de realidades.