Mamá, tengo que contarte una cosa del colegio.
Muchacho, ¿no ves que se queman las croquetas? Vete y se lo dices a tu padre.
(El padre, cerveza en mano, está con la Champions mientras se echa el cigarrito que no pudo en la oficina y ve llegar al niño en mal momento).
Papá, es que en la escuela…
Muchacho, no ves que estoy reventado de trabajar y va a empezar el fútbol. Vete y se lo dices a tu madre…
Ya se lo dije y me dijo que te lo dijera a ti.
Mañana. Mañana hablamos sin falta.
Pero no hay mañana. No habrá ningún mañana. El famoso diálogo padres e hijos no se da, no existe. Como en las encuestas: ni sabe, ni contesta. Ése es uno de los muchos síntomas de esa difícil asignatura, casi siempre con suspensos y escasos sobresalientes, que es educar. Y es que los cambios de ayer a hoy son rotundos. De una dictadura -no sólo en el plano político- a una dictablanda. Hemos pasado de la nefasta etapa aquella de “usted, maestro, no se la ahorre” a esa de no escuchar al hijo, por el trabajo, por el estrés; o a escucharlo demasiado, en la que el niño siempre tiene razón como si fuera un cliente de establecimiento comercial (“oiga, mi hijo no dice una mentira”; “¡no, que va, uf, si usted lo conociera en clase…!”). Niños de la llave para entrar solos en casa, de la mucha televisión sin control, de los mil videojuegos sólo para hacer gimnasia de dedo; niños de la calle, también sin control; de la educación con los abuelos: permisiva, contemplativa, del “que los repriman y los corrijan ellos”; educación para las muchas cosas, infinitos regalos, de la petición constante, del “a cambio de…”. Chicos y chicas con los valores perdidos y con la ley del mínimo esfuerzo, la terrible pérdida de la cultura del esfuerzo (aprenda inglés en 15 días; el inglés con nosecuántaspalabras); la falta de normas, de límites, la inexistencia de una pauta de autoridad en los padres; alumnos no constantes, que les cuesta hacer los trabajos diarios, enfrentarse a los retos; con menos ganas de esforzarse para conseguir cosas a largo plazo, niños sin los imprescindibles hábitos y disciplinas que deberían venir de la casa, con unos padres que hacen dejación de sus funciones y, donde tanto unos como otros, exigen resultados pero olvidan que eso requiere un largo proceso de superación y esfuerzo.
Mucho se ha cambiado, mucho está cambiando y las buenas y malas lenguas –aquí, de acuerdo- dicen que para peor, que no son buenos tiempos para la familia, para las familias. Que se ha perdido responsabilidad y que la libertad se confunde con libertinaje, que junto a la carta esencial de derechos no aparece la otra, también fundamental, de los deberes. Que compaginar libertad y responsabilidad es tarea casi imposible y que se tira por el camino del medio del sí cuando un niño, un joven, merece un no. Que esta sociedad se ha convertido en acomodaticia y cómoda, que es mejor dejar hacer, dejar pasar, que no poner, a tiempo y hora, los puntos sobre muchas íes, que no hace falta ser duro, ni por supuesto violento, para que brote el respeto y la aceptación de los deberes compartidos… Que el diálogo entre padres e hijos es algo más que un alimento imprescindible: es la argamasa que une todo el edificio. Hablar, precisar, decir, dialogar frente a frente, tú y yo, padre e hijo/a, madre e hijo/a, e iniciar caminos juntos desde las preguntas y las respuestas, desde la construcción de una atmósfera común donde prime la igualdad entre distintas responsabilidades. Lugar nunca para el egoísmo, nunca para la individualidad. Nunca para el yo por encima de todo, sino para el encuentro, para el acercamiento, para la unidad en la diversidad. Y saber que el padre no es el hijo o el hijo el padre. Cada uno en su papel. Cada uno en su función. Y como me aseguraba mi hijo escritor, mi Carlos Salvador del alma, en tantas conversaciones, hoy plagadas de infinitas tristezas e inmensas nostalgias: “Tú no eres mi compañero; tú eres mi padre, y ese es un estado, un estadio superior”. Dicho queda.
Y las escuelas e institutos como almacenes, como simples guarderías con unos datos que mueven al escalofrío y que deben hacer reflexionar. Con profesores del miedo a la depresión, de la ansiedad al tranquilizante, no pueden con sus alumnos y que dicen que “es difícil hacerse respetar en el aula cuando no nos respetan en la sociedad”.A los maestros, a la Primaria, el temporal les cogió más guarnecidos por el paraguas de una mejor formación psicopedagógica debido a que estaban acostumbrados a todo tipo de alumnos. Pero los profesores de Secundaria, con grupos más homogéneos y con el filtraje de la FP de antes, les cogió con el paso cambiado y a trancas y barrancas sacan la cabeza del atolladero, porque ya se sabe que la indisciplina viene de la desmotivación y hay que estar preparado para el futuro, y que sea real esa frase para la absoluta reflexión “lo que no nos gastemos ahora en maestros, nos lo gastaremos mañana en policía”. Y la enseñanza pública siempre llevando la peor parte, con mayor porcentaje de inmigración, con mayor número de alumnos conflictivos, de familias desestructuradas, y de menores recursos…Y uno, desde sus muchos años de experiencia, dice que hay que educar que no instruir. Educar en la variedad y en la diversidad. Y acercarse al alumno con alegría y eficacia. Ya lo decía Jorge Valdano hablando de fútbol: “En un vestuario está el universo entero”. Lo mismo sucede en cada clase: hay un mundo distinto de alumnos con diferentes ideas, gustos, maneras, formas, estilos, sentidos de la vida. Un conjunto de seres de carne y hueso, no de ordenadores, teclas al fin, ni de herramientas, hierros al fin, sino de personas en pie de presente y camino del porvenir. Cada uno necesita un toque distinto, una tecla singular, un aroma especial. Autoridad y libertad, un binomio que parece imposible, pero que hay que desarrollar entre todos porque si no la educación se va al cuerno del futuro.