Se preguntarán los lectores sobre nuestro interés en la calidad de la atención sanitaria y por qué en estos momentos. A priori, cabría pensar que el concepto de calidad tiene que ir implícito cuando hablamos de sanidad. Es lógico pensar que al ponernos enfermos la asistencia que debemos recibir ha de ser impecable, pero la calidad como concepto es algo más, es un cambio de mentalidad (es una actitud de todos los que de alguna forma están relacionados con la sanidad).
Empecemos por el principio. En los años sesenta, el factor fundamental que predominó en la sanidad fue lograr su expansión, la universalización de la sanidad. Después, en la década de los ochenta, vino la contención del coste; y la de los noventa estuvo caracterizada por la introducción de la calidad sanitaria como objetivo a alcanzar. Creemos que hay que dejar claro que, así como una vida no tiene precio, también es verdad que la sanidad tiene un coste. Y éste es limitado, por lo que todos debemos ser conscientes de que los recursos o la capacidad de expansión tienen un límite. Y ese límite será puesto en las sociedades democráticas por lo que emana el Parlamento.
Si consultamos el diccionario de la Real Academia Española, vemos que se entiende por calidad a la propiedad o conjunto de propiedades inherentes a una cosa que permiten apreciarla como igual, mejor o peor que las restantes de la misma especie. Esta definición es válida y nos sirve para reflexionar sobre el tema que nos ocupa, pues incluye un componente de subjetividad (apreciarla como) y un concepto gradual (igual, mejor o peor), y para obtenerla obliga a participar en la realidad de la competencia. Este concepto, llevado a la calidad sanitaria, podría convertirse en: provisión de servicios asequibles y equitativos de un nivel profesional óptimo, con el mínimo riesgo para los pacientes, teniendo en cuenta los recursos disponibles para lograr la adhesión y satisfacción del usuario. A todo ello añadimos que tiene que estar regulado por conceptos bioéticos y sometido al marco médico-legal, porque puede haber calidad sin ética y ética sin calidad.
Producto de todo esto, en las sociedades avanzadas como la americana, el 30% de las Facultades de Medicina tiene asignaturas dedicadas al estudio de la calidad sanitaria, en la que un capítulo importante son los costes. Este dato viene a colación, por ejemplo, porque en nuestro país los costos sanitarios que engendran las piedras en la vesícula biliar (colelitiasis) son de 20.000 millones de pesetas/año. Y en España no se estudia gestión sanitaria ni calidad sanitaria en ninguno de nuestros centros, aunque se está comenzando a hacer algún intento con las asignaturas de libre elección.
La Calidad Total en Sanidad se centra en dos grandes pilares: autonomía de gestión y calidad total de los centros. Por su parte, el profesor Barea, en una reciente estancia en nuestras islas, planteó que, con el reciente acuerdo socio-económico y político de Maastricht, nuestros hospitales de la red sanitaria pública tendrán que adaptarse a la exigencias planteadas por la Comunidad Europea y que resume en: una gerencia descentralizada (autonomía de gestión), consejo de administración y personalidad jurídica propia para poder competir en la diferencia. Por eso, Barea aboga por una reconversión del sistema sanitario.
Es llamativo que, a pesar de lo claro y sensato que a nosotros se nos antoja todo lo expuesto, en nuestra Comunidad Autónoma se está haciendo justamente lo contrario. Aquí algunos llaman calidad a la uniformidad, competencia a la gestión centralizada, lo que abocará a la desaparición de la personalidad jurídica propia de las diferentes entidades, a sabiendas de que este no es el camino. Justifican su actitud invocando a la legitimidad democrática que ellos ostentan (y esto es verdad), con el único fin de controlar para dominar. Flaco favor se le hace así a la democracia. En vez de administradores inteligentes de nuestros recursos, se convierten así en dueños torpes de lo que no es suyo.
La aplicación de los conceptos de calidad tiene motivaciones muy claras y contundentes: éticas (el enfermo como persona con todos sus derechos) y de gestión (no hay una buena calidad si no hay una buena gestión). Esto último merece un comentario aparte, pues en este país se ha elegido a gerentes sólo por criterios de fidelidad personal o política y muy pocas veces por competencia profesional, creándose un entretejido de favores y de intereses muy poco justificables. La gestión sanitaria y la calidad requieren un trabajo diario, a pie de obra, pudiéndose justificar muy mal otro tipo de actitudes. Otra de las motivaciones es la competitividad entre hospitales y entre sistemas y la situación sería diferente si algo tan preclaro como esto se aplicara en nuestra Comunidad Autónoma. Otros motivos son de seguridad, legales, educativos, de eficiencia y sociales.
Hay otras premisas que se han de dejar claras cuando se habla de calidad sanitaria, como que la calidad absoluta es inviable (búsqueda de la calidad óptima), que la aplicación de los criterios de calidad ha de ser continua, que la calidad no es un tributo único sino total o global (de poco sirve operar bien de cataratas si se trata mal al paciente) y que la calidad no se puede separar de los criterios de equidad y eficiencia. Cuando se revisan los datos de la macroeconomía relacionados con la reducción de la mortalidad, no deja de asombrar el saber que en nuestro país ocurre lo siguiente: la mayor parte de los gastos en salud se destinan a los sistemas asistenciales (90%), cuando el aspecto que más influencia tiene en la muerte de las personas es el estilo de vida, al que se destina el porcentaje menor de estos gastos (1’5%), que por el contrario debería ser el objetivo del mayor gasto.
¿Cómo se debe efectuar el control de la calidad sanitaria? ¿En qué ha de basarse para hacerlo? La respuesta es clara: en las necesidades sanitarias que tiene el entorno social, en auditorías internas y estableciendo unos indicadores fiables, específicos, válidos y sensibles (no existe ningún indicador político). La sanidad no es para hacer política. Unos de los objetivos fundamentales de la calidad sanitaria es que las diferentes direcciones de las entidades sanitarias (médica, de enfermería y administrativa) deben actuar en la misma trayectoria para conseguir el único objetivo que justifica su existencia: el tratamiento integral del enfermo. Y esto brilla por su ausencia en muchas ocasiones en nuestros hospitales públicos, creándose reinos de taifas no justificables sino por la inoperancia de quien lo ejecuta. Por todo ello, la tendencia natural de los centros sanitarios, hablando en términos de calidad, es la realización de una cartera de servicios individualizada que responda a las necesidades de la sociedad donde están ubicados.
La medicina basada en la evidencia, en la búsqueda de acreditaciones contrastadas a nivel internacional (no a los localismos), en los certificados de calidad ISO… es una necesidad que conduce a buscar la excelencia. Por todo ello es imprescindible un pacto por la sanidad basado en los principios enunciados y en otras cosas.
Paciente, usuario y cliente
Al hablar de calidad sanitaria hay una gran diferencia entre el concepto de enfermo-paciente, usuario y cliente. Traemos a colación esta terminología porque paciente es la persona que quiere recuperar la salud, acepta el tratamiento y no es preguntado sobre las decisiones que sobre él se toman. Usuario es el que usa lo que se le ofrece, puede reclamar, no es preguntado sobre las decisiones y no interviene en el proceso asistencial. Y cliente es el que elige, si no le gusta cambia, es preguntado sobre las decisiones e interviene en el diseño terapéutico. Tenemos claro que la calidad sanitaria está relacionada más con este último concepto, sin las connotaciones mercantilistas que en nuestro país tiene esta palabra. Así pues, la libre elección del centro y de los profesionales es imprescindible. Y si no lo implantamos nosotros, nos lo impondrán a no mucho tardar.