Juan Pablo II encarnó en la recta final de su vida todo lo que el mundo odia. El mundo ama la juventud, él llegó a anciano; ama la belleza, él, al final, no la tenía; ama el desenfreno, él era disciplinado; ama la diplomacia, él manifestó enérgicamente su verdad ante el que quiso oírle; ama la salud, él estuvo muy enfermo. Sin embargo, ese mismo mundo, contradictorio mundo, puso los ojos, sobrecogido, en el lecho de agonía de este hombre sin parangón que se enfrentó al final de su vida consciente de que había cumplido con creces la misión que un día se le encomendó.
Si hay alguien que merece el calificativo de Magno es él, Juan Pablo II. Con los kilómetros que recorrió llevando hasta el último rincón de la Tierra el mensaje del Evangelio se podría ir y volver a la Luna tres veces. Se calcula que en sus veintiséis años de pontificado se reunió con unos diecisiete millones de personas. Nombró 3.300 obispos, declaró 1.324 beatos y elevó a los altares a 477 santos (también, ¡bendito sea Dios!, a nuestro Hermano Pedro), más que los 263 Papas anteriores juntos. Escribió, siempre de su puño y letra, catorce encíclicas, otras tantas exhortaciones apostólicas, once constituciones, cuarenta y dos cartas al Orbe Católico y varios libros como filósofo y teólogo. Recorrió parroquias, universidades, seminarios, hospitales, casas de reposo, prisiones, minas, escuelas, chabolas y teatros abrazando, besando y bendiciendo a todo el que se le acercó. Dio un discurso ante las Naciones Unidas cuyos ecos aún hoy resuenan en las mentes de los dirigentes del planeta. Fue el Papa que abrió el Vaticano a la Federación Rusa, a Cuba o a la Organización para la Liberación de Palestina. Instituyó la Jornada Mundial del Enfermo y la de la Juventud. En Manila celebró la misa más multitudinaria de la Historia, con más de cuatro millones de fieles presentes dando gracias a Dios al unísono. Juan Pablo II fue el primer Papa en rezar en una sinagoga, en una mezquita, en un parlamento, en un congreso científico. El primero en pedir perdón por los errores del pasado. Alguien que nos regaló un nuevo catecismo y cinco Misterios más, luminosos, para rezar en el Rosario.
Un Papa que escogió con acierto su nombre doble, porque fue bendecido con la bondad de Juan XXIII y con la inteligencia de Pablo VI. Desde que él fue Pontífice, nunca más un Papa podrá encerrarse en una torre de marfil. Ahora, quienes somos católicos y quienes no lo son, todos quieren un Papa que trabaje dieciocho horas al día y que convierta al planeta entero en una parroquia a la que hay que atender con el amor que sólo un padre puede experimentar y generar. Altísimo listón para su sucesor, porque ya no nos conformaremos con un Papa que no dé, como éste, verdaderas razones para ser llamado Santo Padre. Y, no obstante, lo que más impresiona no son los récords, sino el ser humano, en especial en los momentos finales de su vida. Después de todo, Juan Pablo II nos enseñó a vivir como cristianos y nos enseñó también a morir como santos, sin renunciar a su misión, a pesar del dolor, como tampoco lo hizo Cristo bajando de la cruz. Aquel histórico 2 de abril Canarias miró a la Plaza de San Pedro. Y al igual que en la Roma Eterna también en nuestras plazas se encendieron velas y se entonaron plegarias. Yo lo vi. Y vi a los pies de la Milagrosa bajo la noche santacrucera rezar y llorar a cientos de jóvenes por aquel anciano santo y sabio que a punto estuvo de visitar las islas cuando viajó a África y que no lo hizo, dicen, porque desde Madrid le advirtieron que ello podría confundir a quienes aún no tienen claro que este archipiélago es territorio español.
Pero 2005 no sólo nos trajo un nuevo Pontífice, más dulce y discreto que su predecesor, sino un nuevo pastor al timón de la Iglesia que peregrina en Nivaria. ¡Y qué pastor! Quienes hemos tenido la suerte de trabajar codo a codo con Bernardo Álvarez (¡cuánto nos cuesta tener que tratarle ahora de usted!) sabemos de su extraordinaria capacidad de trabajo por el Reino de los Cielos y de cómo estimula el corazón de quienes le escuchan predicar con su inconfundible acento palmero. El inicio de su episcopado, no obstante, tendría su reflejo en las páginas de sucesos. Primero, se le quema la casa. Casa de todos, aunque casa de tea. Luego, ofrecería por sus feligreses los dolores de una úlcera que sangró en el momento menos oportuno, si es que alguno lo es. “Sufrió la cabeza y también hemos de sufrir los miembros”, diría parafraseando a San Pablo. Reflexiones de un creyente que, al igual que los demás, también ha de buscar a su Dios entre las luces y las sombras que matizan lo cotidiano. La Iglesia de Canarias se preocupó en el año que pasó por los cayucos que llegaron a las costas y por quienes no tuvieron un techo bajo el que dormir, por los que intentaron educar a los niños en valores y por los que se drogaron o pegaron a sus parejas, por los que buscaban a Dios a tientas y por los que sintieron flaquear la esperanza, por los desahuciados en el hospital y por los niños que llegaron al mundo.
Una vez me preguntaron cómo podía seguir siendo católico, cuando tendría que avergonzarme de ello. ¿Avergonzarme? Les respondí que en mi propia familia ha habido maltratadores y alcohólicos, pero que fijándome en la bondad de mi padre me correspondía dar gloria con todas mis fuerzas a mi apellido. Con la Iglesia me pasa igual, porque la Iglesia no sólo es Torquemada, sino también la Madre Teresa de Calcuta. Y en la colección de los que a esta Familia (con mayúsculas) han dado gloria también me enorgullece saber que hay un Padre Anchieta o un Pedro de Betancur. Los santos nos gritan, desde sus biografías, que vivir el Evangelio es posible y estos dos, en concreto, que en Canarias también pueden vivirse los ideales de Jesús en grado heroico. Aunque lo más normal es que las heroicidades de los que nunca llegaremos a los altares no pasen de no perder la sonrisa ante la adversidad o de aceptar que se te quema la casa, como le pasó al Obispo, y que al día siguiente hay que empezar otra vez desde cero.