¿Cultura ‘de’ o ‘en’ Canarias? (la falsedad de lo ‘autóctono’)

Sólo cabe “un regionalismo que empiece por no querer ser un regionalismo”. Lo dejó escrito de manera categórica hace ya tres cuartos de siglo el escritor y periodista tinerfeño Antonio Dorta [Tacoronte, 1906-Madrid, 1983] en su Carta segunda a Dácil, la imaginada doncella insular transmutada por Viana y por cuantos luego han seguido su estela -Dorta entre ellos- en símbolo máximo de la isla con la mirada extendida fuera de ella misma, de su pequeño ombligo espiraloide.

Continúa teniendo validez este rotundo aserto, tres cuartos de siglo más tarde? Antonio Dorta no alzaba entonces la voz en un territorio de indiferencias. No era la suya una simple frase ingeniosa, una expresión para fijarla con el alfiler de la curiosidad en la caja de cualquier entomólogo del pensamiento político o social. Era una idea bien empastada dentro de una coral nueva que comenzaba a dejarse oír en nuestro país y en nuestro Archipiélago con fuerza en un momento decisivo. Dorta hablaba de resurrección de la cultura, de una cultura viva, palpitante. Eran los años de ese milagro de las letras insulares que fue Gaceta de Arte [1932-1936]. También, el tiempo en que Juan Manuel Trujillo actuaba de vocero en la distancia de una avanzadilla cultural empeñada en abrir frentes de universalidad y vacunar las islas de amenazas de isloteñismo; el del significativo espacio Nueva literatura del periódico tinerfeño La Tarde [1927-1982]; el de La Rosa de los Vientos [1927-1928] y de Cartones [1930]. Nada de puro azar, nada de casualidad. Toda una esperanza bien cimentada. Lo trágico fue que, apenas iniciada la fecunda eclosión, pasó lo que pasó.

Antonio Dorta, como sus compañeros de generación y de inquietudes, apostaba por una Canarias “universal y moderna” (I. Castell) en el proceso general de renovación y de modernización que desde muy diversos foros se reclamaba cada vez con más apremio para España. De ahí su posición. Frente a lo local, lo universal; frente al ombliguismo narcisista, la fuerza de una tradición como cañamazo tejido con cuanto ha arribado sin cesar a las islas y las islas han canarizado naturalmente. Algo homologable en buena medida a lo que, en el siglo XVIII, hizo posible que penetraran en el archipiélago los aires europeos de la Ilustración. O a los que, entre finales del XIX y comienzos del XX, atemperaron las incontinencias americanas. Ejemplos paradigmáticos son Viera y Clavijo, como también su pariente Clavijo Fajardo o los Iriarte; y más tarde, Galdós y Guimerá, en ese movimiento de flujo y reflujo que ha oxigenado con frecuencia el territorio de la cultura insular. Que tan importante como permanecer es escapar o retornar.

El problema, casi un siglo después, es que, solapándose hábilmente, intenta abrirse paso e instalarse un fenómeno, por supuesto que no sólo de este tiempo, que podríamos definir (provisionalmente) como cultura del banot; un empeño manifiesto en la recuperación de lo que se pretende consagrar como lo genuinamente nuestro. Con cuatro vocablos un tanto etéreos y anfibológicos, pero utilizados como si fueran sólidas estacas sustentadoras, se aspira a montar el chiringuito: lo autóctono, las señas de identidad, lo archipielágico y la canariedad. ¡No es poco! Porque para sus acérrimos defensores, o entras en el redil o no hay nada que hacer, ya que eso y sólo eso es, según ellos, lo nuestro. El resultado lo tenemos tanto a la vista como al oído: profesionalización descarada del folclore insular, sin el menor pudor a ser utilizado como negocio muy rentable en cansinas exhibiciones, espectáculos, romerías y otras concentraciones de parecido rango, en las que funciona a rajatabla el “si pagas, canto o bailo; si no, no cuentes conmigo”; proliferación, como si fueran setas, de efigies de gangocheras, pescaderas, peones de brega y tantos otros humildísimos oficios de duras épocas pasadas, como iconos representativos de la personalidad del pueblo, cuando no como concreción y símbolo del ser isleño, la mayoría de ellas de dudosa calidad plástica y a contrapelo de las tendencias artísticas de nuestro tiempo; exhumación casi siempre interesada cuando no manipulada de viejas tradiciones, algunas de hace dos jueves, que, sin duda, pudieron haber tenido arraigo y vigencia en otras épocas, las que lo tuvieron, pero que acabaron por caer en el olvido y desaparecer hasta que alguien, afanado en rescatar señas de identidad de nuestro pueblo, las desentierra, maquilla y exhibe, por supuesto que fuera de su escenario natural y, por tanto, condenadas a vulgar parodia. Así, ¡cuántas cosas más y cuánta falta de respeto a lo que más debiéramos si lo apreciáramos en su justa medida!

Contra semejantes suplantaciones interesadas es necesario alzar la voz y denunciar la trampa. Una voz que reivindique sin complejos lo canario en su justa dimensión y la cultura en Canarias como el espacio de libertad y de universalidad en que supo encontrarse siempre naturalmente el hombre isleño, abierto a muy dispares solicitaciones. Y que haga frente a cualquier intento de ser secuestrada, cuando no fagocitada, como tantos otros espacios de lo público, por las sutiles fauces del poder, utilizándola unas veces como cabezal para sueños programáticos y otras como arma arrojadiza en la arena de los dirigismos. Se confunde con no poca frecuencia, desde determinadas instancias, lo que debe ser entendido como política cultural, que tendría que consistir en hacer posible que el hecho cultural se manifieste en libertad, incontaminado de clientelismos, de presiones ideológicas y sin tutelas, y no actuando como si se tuviera entre las manos un generoso cuerno de la abundancia reservado únicamente a los leales, a los sumisos y a los claudicantes; tal como el contundente argumento del alcalde famoso que solía echar mano de un fajo de billetes que llevaba siempre consigo en los bolsillos y, mostrándolo, argüía solemne, convencido del derecho a imponer con este importante argumento sus romas ideas: “el que paga aquí soy yo. Ergo…”. Porque una cosa es que se fiscalice por las administraciones el uso de los caudales públicos para que sea el correcto y otra bien distinta es pretender que los criterios políticos, buenos o malos, acertados o disparatados, sean los que han de prevalecer.

Hacer que los ojos de Dácil sigan siendo símbolo máximo de las islas, con la mirada extendida más allá de ellas mismas, de su pequeño ombligo espiraloide.

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