Desbordados por la precariedad

En todas las encuestas y debates entre periodistas aparece como principal problema de la profesión la precariedad laboral, tanto que se convierte en mantra permanente e incluso en excusa para cualquier otra consideración. Y no les falta razón. La precariedad afecta a uno de los núcleos centrales del trabajo periodístico, a la recogida de información en su primera instancia y también a la inserción de los jóvenes titulados que conforma su opinión posterior y definitiva sobre la profesión y sobre su ejercicio.

La inserción de los periodistas es muy larga y muy penosa. Se parece, en parte, a lo que ocurre en otras profesiones regladas como la medicina y la abogacía, pero en nuestro caso la precariedad es más intensa. En cifras, por lo que sabemos, la precariedad puede afectar a un tercio de la profesión activa; es decir, un porcentaje semejante al del empleo en general en España. Pero las condiciones de inserción en nuestro caso son mucho más penosas. Y también es más elevado el índice de abandono: la mitad de los licenciados en periodismo durante los últimos treinta años (desde que salieron los primeros titulados) no han ejercicio la profesión.

La precariedad empieza en la fase de prácticas de verano en los medios de comunicación, que para muchas empresas significa una oportunidad pintiparada para abaratar el coste de las vacaciones de sus plantillas estables, a las que los becarios sustituyen directamente, con unos días u horas de aprendizaje. El camión de becarios que llega a las redacciones a finales de junio hace posible que los medios sigan operativos los dos meses de verano. Se trata de un aprendizaje por inmersión inmediata, mediante el sistema de prueba y error. Jóvenes que tienen que despabilar porque no tienen alternativa: o hacen la información, el reportaje, o se quedan fuera. O traen el total preceptivo para armar una notita en la moviola (o lo que haga las veces) o es que no sirven para este negocio.

Y de las prácticas a la inserción profesional. Hay habilidosos que prefieren dejar una asignatura pendiente para así poder continuar con un contrato en prácticas o de becario, de los que no requieren alta en Seguridad Social porque el seguro escolar sigue funcionando. Editores y jefes de personal desvergonzados, de medios de campanillas, de los que adoctrinan a los demás, conviven con esas picardías indecorosas que asumen como oportunidad para afeitar costes.

La inserción es larga, un período de prácticas, otro de colaboración meritoria y finalmente contratos encadenados hasta agotar las posibilidades legales e incluso con varias vueltas con etapas de suspensión para evitar generar la expectativa de un derecho. Las inspecciones de trabajo pasan de largo por los medios, las organizaciones profesionales, incluidos sindicatos, no van más allá de protestar en términos generales y evitan denunciar porque los perjudicados no quieren. Prefieren la precariedad arbitraria a tener razón y derecho… y quedarse en la calle.

No todo es así, no todos los procesos son igual de penosos, no todas las editoras van por los mismos malos pasos, pero ocurre con demasiada frecuencia. Hay buenos convenios en empresas de cabecera, que afectan a un buen número de periodistas, pero los convenios de mínimos (cuando los hay) son de verdad de mínimos, con períodos de no reconocimiento de la titulación mediante las irritantes figuras del auxiliar y ayudante de redactor, del junior o de la mal llamada dedicación parcial, que ocupa más de una jornada.

En la radio, por ejemplo, los niveles retributivos de las redacciones son una vergüenza, incluidas las cadenas nacionales con cuentas de explotación que rebosan buenos resultados económicos y con unos ratios de beneficios sobre facturación y sobre inversión y recursos propios que para si quisieran otros sectores. Y otro tanto para los nuevos medios locales, que ofrecen un panorama laboral desolador. Eso sí, a ninguno de los jefes editoriales, incluidos periodistas con buena reputación, se le cae de la boca su pasión por la libertad de expresión e información, su compromiso con la independencia y la libertad. Amen.

El otro ámbito de preocupación de los periodistas, según revelan las encuestas, se refiere al llamado intrusismo, a la irrupción en la profesión de políticos, aventureros, famosos y famosillos que por mor de la popularidad o el falso equilibrio de posiciones se meten a entrevistadores, informadores, cronistas y comentaristas con poca vocación y menos preparación profesional. Los medios audiovisuales son el espacio propicio para esos mestizajes que conspiran contra la reputación de la profesión. Programas de cotilleo sin respeto por la verdad o por la relevancia de las materias tratadas, y programas de debate político amañados (con posiciones previamente pactados y perfectamente previsibles) generan desconfianza en las audiencias y reputación decreciente para el conjunto de la profesión percibida por algunas audiencias como una panda de cotillas y manipuladores. Al lado hay miles de periodistas que hacen bien su trabajo, que buscan información que hacen relatos solventes de historias interesantes, pero se nota más lo perverso o lo extravagante.

El periodismo se ha hecho más importante en las sociedades avanzadas y maduras, en las sociedades democráticas, pero también más difícil. Hay que saber distinguir, saber valorar y saber contar. Y para eso se requiere formación, experiencia, recursos y cobertura. Hace falta el compromiso activo de los editores, su escudo frente a las fuentes, también la fortaleza y capacidad de las organizaciones profesionales a las que compete promover la autorregulación y amparar a los profesionales ante los riesgos que les amenazan. Y se requiere la mejor práctica profesional de cada uno de los periodistas en su trabajo ordinario. Que cada pieza, incluidas las menos importantes aparentemente, cumplan las reglas de la profesión, sean brillantes y satisfagan el interés del público para ganar su crédito, para construir reputación y credibilidad.

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