El fuego, otra vez, devora los bosques canarios

Una fotografía tomada desde un satélite hizo, en el verano de 2007, que la imagen de las Islas Canarias diera la vuelta al mundo en sólo algunas horas. Tenerife y Gran Canaria lucían, en aquella instantánea, un rastro de humo visible a muchos kilómetros de altura.

El día 27 de julio comenzaba, una vez más, el calvario particular de los incendios forestales. Gran Canaria abría la temporada y Tenerife no se quedaba a la zaga. En La Gomera, la otra isla afectada por las llamas, se abrieron dos frentes: uno en Alajeró y otro en Vallehermoso, que consumieron un total de 245 hectáreas. Más de 37.000 hectáreas de terreno fueron devastadas en el Archipiélago por las llamas, y sólo un mes después de haberse declarado el fuego las autoridades consiguieron comunicar que se hallaba del todo extinguido.

En Gran Canaria, 18.770 hectáreas resultaron carbonizadas, entre ellas parte de la reserva natural de Inagua y el pinar de Ojeda, dos de los reductos mejor conservados de la isla. En Tenerife ardió una cifra casi gemela, 18.436 hectáreas, la mayoría de ellas correspondientes al parque natural de la Corona Forestal, el mayor espacio protegido de todo el Archipiélago. Las consecuencias ecológicas fueron desastrosas: además de las cenizas depositadas y que amenazaban con deslizarse hacia el mar con las primeras lluvias, picapinos, pinzones azules, y un largo etcétera de nombres de especies, tanto vertebradas como invertebradas, se vieron afectadas por el fuego, rompiéndose de nuevo el frágil equilibrio natural.

Entre el 27 de julio y el 3 de agosto las condiciones meteorológicas se unieron contra Canarias. Altas temperaturas, ráfagas de viento que fluctuaban entre los 45 y los 75 kilómetros por hora, una extraña e inusual falta de humedad, fueron determinantes para extender el fuego, alimentado por la gran acumulación de biomasa resultante de un invierno benévolo. Por otro lado, hay que unir a todas estas circunstancias los atentados perpetrados, en Gran Canaria por un agente forestal despechado y temeroso de la no renovación de su contrato, y en Tenerife, aseguran, por un macabro “equipo” de pirómanos, viejos conocidos de la zona de Los Campeches, en el municipio de Los Realejos. Todo ello conformó una situación de riesgo extremo, que se saldó con el desastre conocido. En ciertos momentos, en Tenerife, el frente del incendio se desplazaba a una vertiginosa velocidad de 13 metros por segundo, arrasando todo a su paso. Algunos guardas del Parque Nacional del Teide relataban, días después, la sensación vivida en el epicentro del caos, sin duda reflejo exacto de lo que podría llegar a ser el mismo infierno: mucho calor, viento seco y cortante, un enorme ruido, y luego cenizas, brasas y hollín.

Pero este año, el dramatismo de estos incendios no sólo se centró en ver miles de árboles humeantes en el centro de la imagen de este desgraciado recuerdo. Este verano, el fuego amenazó, atacó y destruyó poblados rurales cercanos al monte, como en Tunte y Fataga, donde incluso los vecinos se llegaron a amotinar y se negaron a abandonar sus casas; o la parte alta de Icod, Garachico, El Tanque…. Las pérdidas fueron cuantiosas, cosechas enteras almacenadas, rebaños y animales muertos por el humo, aperos de labranza, maquinaria agrícola, colmenas, árboles frutales, efectos personales, casas, restaurantes, hoteles rurales…

Los efectos del fuego trajeron a las Islas a la ministra de Medio Ambiente, Cristina Narbona, al mismo presidente Rodríguez Zapatero, e incluso el Rey envió algún mensaje de preocupación. Se habilitaron programas de recuperación y de ayudas a los damnificados, pero de nuevo saltaron a la palestra muchos tópicos, repetidos hasta la saciedad, año tras año, desde que en los ochenta el fuego incluso arrastrara vidas con el humo: ¿hay suficientes medios en las Islas?, ¿cómo se pueden mejorar los planes de extinción?, ¿cuándo se hará esto? Y por otro lado, ¿hasta dónde puede llegar la mente enfermiza de un ser humano cuando agarra, sin piedad, una lata de gasolina y un mechero?

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