La inmigración no consentida, la clandestina, se sigue contabilizando en Canarias con cayucos y pateras. Por más que es sabido que el grueso de la inmigración sin papeles entra por puertos y aeropuertos, la focalización del problema sigue estando en la población africana que llega en barquillas, la única que se puede contabilizar, la única que se puede fotografiar, la única visible en su irregularidad.
Poco ha cambiado el fenómeno de la inmigración en los últimos meses, convertido desde el poder autonómico en el principal problema del Archipiélago. Eso sí, el descenso en la llegada de estos inmigrantes embarcados en pateras y cayucos ha disminuido notablemente en 2007 con respecto al año anterior. Si el año pasado pudieron alcanzar las costas canarias 31.859 inmigrantes, la mayoría procedentes de Senegal, Gambia, Malí, Costa de Marfil y Mauritania, hasta noviembre de 2007 lo habían logrado 9.822. Los mayores descensos se produjeron en los meses de mayo, agosto y septiembre, en los que se pasó de 4.637 africanos interceptados a 1.253; de 7.081 a 1.006 y de 7.432 a 1.398.
Este descenso no significa en absoluto que se haya solucionado el problema. Los muchos por qué de la inmigración se mantienen exactamente en los mismos parámetros que en años anteriores. Al hambre acumulado de siglos se suma el incumplimiento de las ayudas ofrecidas por los países poderosos. Hace treinta años que las naciones ricas se comprometieron a donar a los países más pobres -que se concentran en África, Asia y algunas zonas de Latinoamérica- el 0,7% de cada Producto Interior Bruto. Pero ni siquiera esa mínima promesa se ha logrado. Si ir muy lejos, la ayuda de Canarias a África es apenas de un 0,26% del PIB, sólo 17 millones de euros, según los propios datos de la Dirección General de Relaciones con África en su última memoria.
Sin posibilidad de utilizar energías limpias, condenados a usar los deshechos de los países occidentales (Dakar, la capital de Senegal, es una de las ciudades más contaminadas del Planeta, con una flota de vehículos cuya media supera los 12 años de vejez), en los países africanos se cierne otro drama que ya ha comenzado a dejar huellas: el cambio climático, la alteración de los ciclos de sequías y lluvias, las catástrofes medioambientales. La escasez de agua es más que notoria en un continente cuyo corazón es un inmenso desierto que avanza a paso cada vez más acelerado. Cada año son menores las cosechas, mientras los europeos prosiguen las talas de los bosques de Camerún y poblaciones enteras de pigmeos son desplazadas de sus hábitat natural.
Naciones Unidas calcula que hay cerca de 150 millones de pobres en la zona atlántica de África y serán más de 200 millones en unos siete años. Está claro que si la inmigración que llega a Canarias por mar descendió el pasado año no fue porque se paliaron las causas que la motivaban, sino porque todo el empeño se ha centrado en blindar la entrada a Europa e impedir la salida de los cayucos.
Repatriaciones y muertes
Interior repatrió a cerca de 10.000 subsaharianos y magrebíes el pasado año. También aumentaron las devoluciones en frontera, que afectaron sobre todo a los inmigrantes latinos, después de constatarse que el aeropuerto de Barajas -y no el de Los Rodeos, el Reina Sofía o Gando- es la principal entrada de hispanos a Canarias (dos de cada siete). Los convenios de devolución firmados por España con Senegal y Mauritania también han rebajado la presión inmigratoria. A todo ello hay que añadir la labor de la Agencia de Fronteras Exteriores de la Unión Europea, Frontex, que en agosto que había logrado interceptar a 5.056 inmigrantes antes de embarcarse en Mauritania y Senegal.
Con menos medios de los anunciados siempre y una participación europea cuyo peso mayor recae en España, la posibilidad de que los dispositivos de vigilancia de Frontex sean permanentes aún queda lejos de las prioridades de la UE. Eso sí, Frontex ha obligado a los inmigrantes a buscar nuevas rutas para esquivar los controles. Cada vez parten de playas más lejanas. Las salidas han bajado de Nouakchott, en Mauritania, a la frontera entre Senegal y Guinea Bissau; e incluso hay barquillas que ya han partido de Guinea Conakry, un país en cuyo puerto principal, el de Conakry, se acumulan viejos navíos procedentes la mayoría de la Armada Rusa, susceptibles de ser utilizados para el transporte ilegal de seres humanos.
A más lejanía, mayores peligros. El capitán marítimo de Santa Cruz de Tenerife, Antonio Padrón, calcula que en 2006 pudieron perder la vida entre las costas de África occidental y Canarias unos 7.000 inmigrantes, curiosamente la misma cifra de los que ese año lograron acceder a la legalidad administrativa gracias al arraigo y las reagrupaciones familiares. La Guardia Civil estima que fueron cerca de 2.000 personas las ahogadas. En 2007, las tragedias se han repetido, algunas de ellas escalofriantes. Así, el 19 de julio, un barco con 137 inmigrantes a bordo volcó cuando era socorrido de madrugada por la patrullera de Salvamento Marítimo Conde de Gondomar y sólo pudieron sobrevivir 48 de los pasajeros. El suceso, salpicado de polémica, provocó que decenas de organizaciones humanitarias pidieran una investigación exhaustiva que se cerró con que lo ocurrido fue un golpe de mala suerte.
El 9 de agosto, 120 inmigrantes que fueron localizados a la deriva cerca de Fuerteventura y relataron que en el viaje tuvieron que arrojar once cadáveres al mar. Otro llegó muerto en la propia barquilla y un décimotercero murió en el Hospital Insular de Gran Canaria. El 9 de septiembre, diez inmigrantes magrebíes llegados en patera hasta la playa del Risco Verde, en Agüimes (Gran Canaria), murieron al lanzarse al agua al confundir una roca con la que chocaron con la tierra firme. La realidad es que estaban a sólo veinte metros de la playa y el agua sólo cubría dos metros de profundidad.
Unos días antes, el 1 de septiembre, la gendarmería marroquí rescató frente a las costas del Sahara Occidental a 39 inmigrantes que habían partido de Mauritania y quedaron a la deriva. Un superviviente afirmó que en el cayuco viajaban más de sesenta personas. El 5 de noviembre, las autoridades mauritanas rescataron a un cayuco con 101 supervivientes a bordo, tras 19 días a la deriva. Otros 47 murieron de sed en el camino y otros cinco fallecieron ya en tierra.
El ‘Marine I’ y el ‘Happy Day’
Además de las muertes, la inmigración ha dejado otras amarguras, algunas de ellas diplomáticas. Fue el caso del Marine I, un pesquero destartalado, que fue detectado el 2 de febrero por la patrullera de Salvamento Marítimo Luz del Mar a pocas millas de Canarias y fue remolcado hasta Mauritania, de donde había partido. A bordo llevaba 372 inmigrantes, de los que 299 eran asiáticos. Al cabo de una semana frente a la bahía de Nuadibú, los inmigrantes fueron autorizados a desembarcar y conducidos a un hangar del puerto en el que permanecieron cinco meses. Al cabo de ese tiempo, España reconoció el derecho al asilo de algunos de ellos.
Poco después del vergonzoso suceso del Marine I, otro barco chatarra fue interceptado por patrulleras españolas en aguas limítrofes con Senegal. Era el Happy Day, con cerca de 300 indios y pakistaníes en sus bodegas. El barco fue obligado a regresar a Guinea Conakry y permaneció fondeado varios días antes de que poder desembarcar. Los ocupantes quedaron en tierra, abandonados a su suerte. Guinea Conakry se ha convertido en la puerta de salida de centenares de inmigrantes asiáticos que logran hacerse con un visado para entrar en el país africano, en el que permanecen hasta poder embarcarse. La mayoría son de Pakistán y Cachemira, que recalan en Dubai y de allí cruzan África por tierra o por avión hasta llegar a Conakry.
Menores, moneda de cambio
La llegada de menores inmigrantes a Canarias ha sido el caballo de batalla entre el Gobierno autonómico y el nacional durante esta legislatura y la anterior. Los niños, algunos con menos de 10 años, la mayoría entre los 15 y 17 años, son en mayor número subsaharianos y todos son ajenos al entramado de su reparto entre las comunidades autónomas. Hasta mayo pasado, en que Marisa Zamora (Coalición Canaria), era la consejera de Asuntos Sociales y Empleo, sólo 300 menores lograron ser trasladados a centros peninsulares, pese a las promesas del ministro Jesús Caldera y de la secretaria de Estado de Inmigración, Consuelo Rumí, que aseguró que en septiembre comenzarían las repatriaciones a Marruecos. En noviembre de 2007 había cerca de mil menores en los centros isleños, setecientos más de los acordados. La tensión política ha aumentado el drama de estos adolescentes, que sienten el rechazo social provocado por discursos en medios de comunicación nada apaciguadores. Zamora y su sucesora, Inés Rojas, tienen una parte de razón al advertir de que no se puede integrar a estos jóvenes en la sociedad ni educarles en escuelas si tienen que estar concentrados de cien en cien, lejos de núcleos urbanos.
Esta concentración y lejanía fue una de las irregularidades que detectó Human Rights Watch y que plasmó en un informe demoledor que ha acabado en los tribunales. En ese informe, la ONG recogía supuestos testimonios de internos que hablaban de malos tratos, abusos y una alimentación deficiente. Todas las acusaciones han sido desmentidas por la Consejería de Bienestar Social y por Juan José Rodríguez, el director de Nuevo Mundo, la asociación que gestiona los centros de menores dependientes del Gobierno regional. La última respuesta del Gobierno central al canario vino de la boca del delegado del Gobierno, José Segura, quien ha aconsejado a Paulino Rivero que devuelva las competencias sobre menores al Estado para que así “deje de llorar” por un problema que no se le antoja tan grave. Mientras, la última propuesta canaria es que todos los menores inmigrantes estén bajo la tutela del Estado y que las comunidades autónomas se repartan la guarda y custodia.