Un gimnasio como centro de iniciación para los neófitos, un chalé como escenario de orgías multitudinarias para los alumnos aventajados y cuatro imputados -uno de ellos, uno de los karatecas más prestigiosos de Canarias- como supuestos impulsores de la que puede ser la secta sexual más perniciosa conocida en las islas. Estos son los trazos que definen el llamado caso del kárate, que conmocionó a España cuando estalló sobre la mesa del juez Parramón en enero de 2010.
El caso del kárate aún está pendiente de juicio. Según fuentes forenses, la Audiencia estaría en disposición de señalar la vista para finales de 2011 o principios de 2012, aunque las maniobras procesales pueden congelar el inicio del plenario durante meses, inclusos años. Centenares de testimonios recopilados por la Policía Nacional y ratificados ante el juez Miguel Ángel Parramón durante el invierno y la primavera de 2010 -el caso se destapó en enero de aquel año, con la denuncia en comisaría de una ex víctima que no quería que el hermano de una amiga pasara por lo que ella había pasado- señalan al doctor en Educación Física y laureado cinturón negro de kárate Fernando Torres Baena, de 52 años, como el jefe incuestionable -sus alumnos se referían a él como el sensei, maestro en japonés- de la secta sexual del kárate.
Según el organigrama -aún de carácter especulativo, a falta de sentencia firme- destapado por los investigadores, Torres Baena actuaría ayudado por su segunda mujer, la campeona de kárate María José González Peña, y por sus ex alumnos Ivonne González Herrera y Juan Luis Benítez Cárdenes, los dos últimos monitores en la escuela de Torres y en un supuesto segundo o tercer escalón en la pirámide de lo que la policía define como una secta sexual. Siempre según las pesquisas policiales y judiciales -apuntaladas sobre descarnados relatos de presuntas víctimas-, durante cerca de 30 años Torres Baena sometió a los alumnos más aventajados y agraciados de su escuela de kárate en la capital grancanaria a concienzudos lavados de cerebro. Los apartó paulatinamente de las normas sociales y de sus círculos familiares para hacerles ver que no existía vida más allá del gimnasio y la competición karateca, familia más allá de los tatamis de su organización y normas más lejos de su peculiar código moral.
Los fines de semana
El sensei decía lo que estaba bien y lo que estaba mal y los alumnos, completamente absorbidos por su carisma, obedecían sin rechistar. Si el sensei ordenaba sexo entre alumnos, se cumplía. Y si disponía camas redondas, se formaban. Y si ordenaba a una niña que se acostara con María José, su mujer, ambas obedecían sin rechistar. “A mí Fernando me dijo que había hecho el amor con su hijo y también con alguno de sus perros”, relata una supuesta víctima en el sumario. Al asombro con el que la sociedad se acercó a los detalles de lo que al parecer venía sucediendo de forma habitual en el cuartito apartado del gimnasio Torres Baena, donde supuestamente el sensei captó para la secta a decenas de niños y niñas, siguió el estupor generalizado en todo el país cuando se supo que la presunta secta desplegaba todo su poder en fines de semana de hipotética concentración deportiva en el chalé de Fernando Torres.
Esa era la excusa para vencer la resistencia paterna, escasa por otro lado, pues la imagen que proyectaba hacia el exterior Fernando Torres era inmejorable: siempre como líder en el palmarés deportivo, siempre en apariencia serio con sus alumnos. La hoy aún presunta realidad era que en el chalé del sensei en Playa de Vargas, en el Sur de Gran Canaria, el sexo entre menores y de menores con adultos -heterosexual y homosexual, siendo este último el más frecuente-, era moneda de curso legal, al igual que el consumo de drogas blandas, el adiestramiento sexual a través de películas pornográficas y alcohol. Si alguno o alguna se resistían, una reprimenda del sensei en su habitación durante sus dos buenas horas, y el vacío durante unos días por parte de los hermanos de secta, era suficiente para devolverle al supuesto camino de la perfección.
La primera parte del discurso de Torres Baena para lavarles el cerebro era siempre el mismo. “El sexo es bueno para el deporte y aquí hacemos lo mejor para ti, no te fíes de lo que dicen fuera”, decía, según varios testimonios obrantes en la causa. Algunos investigadores usaban el término “abducción” para explicar lo inexplicable: como pudo pervivir durante 30 años la secta sin que nadie se fuera de la lengua. La congoja social adquirió tintes de pavor cuando se supo que uno de los alumnos aventajados de Torres Baena, uno de los habituales en los fines de semana de Vargas, había sido un joven que al poco de alcanzar la mayoría de edad se había hecho él mismo monitor y había dado clases a… Yeremi Vargas, el niño desaparecido en Vecindario hace ya más de cuatro años.
A pesar de que el caso de Yeremi estaba -y está- en manos de la Guardia Civil, la Policía Nacional, encargada del caso de Torres Baena, no quiso dejar pasar la oportunidad de exprimir todas las pistas y durante una semana de abril de 2010, con encomiables intenciones, sí, destripó el jardín del chalé con palas excavadoras y en presencia de medios informativos de todo el país, También asistía, en calidad de oyente, uno de los miembros del equipo de la Benemérita que aún busca a Yeremi, pero nada de esto, o casi nada, saltó a la opinión pública. La versión oficial se apresuró a aclarar que se buscaban cintas de vídeo y un supuesto habitáculo subterráneo. La realidad era otra, reconocida con la boca chica y siempre off the récord: aquellas excavaciones, que finalizaron sin “resultados de interés para la investigación”, como suelen concluir los informes policiales negativos, buscaban a Yeremi Vargas.
El curso judicial es como el escolar: comienza en septiembre y acaba en verano. A finales de julio de 2010, como colofón de un intenso curso, el magistrado Miguel Ángel Parramón dio por prácticamente concluida la investigación -la instrucción, formalmente, no se cerró hasta principios de mayo de 2011- y dictó el auto de procesamiento de Torres Baena y sus tres supuestos acólitos, imputándoles a todos ellos 153 delitos, 113 de ellos no prescritos. Según la complicada cuenta vertebrada sobre montañas de testimonios por el juez Parramón y el fiscal del caso Pedro Gimeno, Fernando Torres habría cometido 87 delitos sexuales pero, con la prescripción de por medio, sólo debería pagar por 55 si en su día es condenado. Su mujer, María José González, habría perpetrado 26 abusos sexuales. Ivonne González, 29. Juan Luis Benítez, tres. El auto de procesamiento excluyó de la causa penal a otras dos personas inicialmente inculpadas. Una de ellas es la primera mujer del sensei.