El mundo del periodismo vive momentos de agitación. La crisis económica y la adaptación a la revolución tecnológica salpican a empresas y profesionales. Las limitaciones publicitarias y el descenso en la difusión, sobre todo de los diarios, han llevado a los empresarios del sector a ajustar plantillas, congelar proyectos y buscar ingresos atípicos, en muchos casos por la vía de la complicidad política. Y a los informadores, a sobrevivir al precio que sea.
El intrusismo y el paro se han convertido en un azote preocupante y los soportes mediáticos nacidos con las nuevas tecnologías de la información están forzando una auténtica reconversión, si no revolución -con eres y despidos incluidos-, en todos los medios, pero particularmente en la prensa de papel, que lenta pero inexorablemente encamina sus pasos hacia ese mundo idealizado de Internet; un mundo en el que, de manera parecida a como pasó con el ladrillo en la España de los últimos años, está creando una burbuja informativa a base de redes sociales, plataformas, blogs, periodismo ciudadano, etcétera que acabará por explotar porque, pese a tanta y tan diversa oferta clientelar, carece de la sustancia y el rigor propios del buen periodismo.
Con este panorama, la preocupación por el presente y el futuro del periodismo, la deriva empresarial y su inevitable potaje de intereses económicos, así como la degradación de la profesión, mal pagada y hoy escasamente respetada y creíble, van tomando forma en la red, lo mismo que en los diarios y emisoras de radio y televisión con mayores problemas de subsistencia, hasta coexistir en medio de amenazas reales, concretas –tremendas en algunos casos-, para la libertad y la independencia en el ejercicio de la profesión periodística. Por este cúmulo de dificultades no fuera suficiente, varias empresas, en su inmensa mayoría de televisión, han abierto en canal la buena praxis profesional hasta desnaturalizarla por completo a base de espacios que intoxican, deforman, manipulan, trivializan y critican todas las cuestiones que se sacan a colación; da lo mismo que sean serias o frívolas y se refieran a la política, a temas de actualidad o a los llamados asuntos del corazón.
Para mayor inri, estos programas basura, espacios banales sin sustancia ni calado, por el morbo y el espectáculo que acarrean, tienen gran seguimiento, de ahí su colocación en horarios de máxima audiencia. En ellos suelen intervenir pseudoperiodistas extravagantes y con no demasiada formación intelectual, que opinan sobre todo y sobre todos sin atenerse normalmente a las buenas prácticas profesionales ni distinguir entre lo ético y lo estético, el rumor y la certeza, la vida pública y la que, por privada, debe quedar a buen recaudo. En estos programas, como en la práctica totalidad de los reality shows y talk shows, se compran y venden embarazos, matrimonios, divorcios, bautizos y todos los asuntos escabrosos que se pongan a tiro, sin importar la comprobación de su veracidad o la calidad de las fuentes informativas.
Nada importa con tal de ejercer de alcahuetes y airear los chismorreos y las intimidades de personajes y personajillos que luego, para mayor escarnio, se convierten en los espacios con mayor cuota de pantalla. Tanto más cuanto más grande sea el tamaño del escándalo que se ponga en circulación. No pocas veces, estos formatos televisivos tienen su prolongación natural en periódicos, revistas y emisoras regionales, provinciales, insulares o locales de radio y televisión, que, aunque en buena parte son ilegales, proliferan como hongos en esta España cotilla y genuflexa, devota de un voyeurismo atroz que convierte el sufrimiento humano y la exhibición de los sentimientos en mercancía que se compra y se vende a voluntad. Incluso estos programas se prestan a doblegar la voluntad de las personas decentes -políticos o no, lo que importa es que su nombre tengan proyección social- para convertirlas, si no se prestan al chantaje, en muñecos de pim, pam, pum a los que dirigir la mentira, la manipulación y la desinformación para desprestigiarlos hasta donde convenga.
Como han puesto de relieve Gustavo Bueno en su Telebasura y democracia y Carlos Elías en Telebasura y periodismo, la deontología profesional periodística no está teniendo en cuenta la necesidad de autorregular determinados contenidos (violentos, sexuales, insultantes y discriminadores principalmente) para proteger a la infancia y la juventud o para evitar que el mal gusto, la exageración y la porquería se adueñen de programas de interés general y de aquellos otros que horadan la condición humana hasta rebajarla y relativizarla con comportamientos ilícitos o peligrosos, viciados de contenido, ayunos del necesario equilibrio y de la claridad de conceptos, por un mal entendimiento de la televisión, sea pública o privada, como servicio público. De modo y manera que las grandes cadenas nacionales no cumplen sus propias normas, como el “Acuerdo para el fomento de la autorregulación sobre contenidos televisivos e infancia”, o las referidas a inserciones publicitarias.
Pero tampoco el periodismo radiofónico y el escrito se atienen, disciplinadamente y como norma general, al cumplimiento de los códigos existentes, de carácter internacional, nacional o exclusivo de cada publicación, ni a las recomendaciones de las asociaciones profesionales. Las perspectivas empeoran si consideramos que se han producido más de 4.000 despidos de periodistas durante los dos últimos años y pico; que la manipulación y politización de algunos medios informativos relevantes sigue imparable; que los editoriales sesgados y faltos de rigor continúan al servicio de intereses espurios de cualquier color político; que gana terreno ese periodismo endogámico, en el fondo de chochos y moscas, basado esencialmente en la exaltación del ego, pero también en la interesada y maquiavélica deformación de la realidad.
Periodismo sin libertad
Por no hablar de ese otro periodismo que asiste impertérrito, en plan cómplice, a ruedas de prensa que no son tales ya que se trata de declaraciones rimbombantes vacías de contenido y en las que ni siquiera se admiten preguntas. En este clima, los partidos políticos, en su afán por ocupar todas las parcelas de poder y limitar la libertad, han logrado condicionar el correcto funcionamiento de los medios hasta convertirlos en meros repetidores de frases, manifestaciones, conexiones y cortes televisivos servidos a la carta para mayor gloria del líder de ocasión… Hasta la reciente reforma electoral obliga a los medios de comunicación social públicos, pero también, en buena medida, a los privados, a someterse durante la campaña electoral a los intereses partidarios fijados mediante cuotas, tiempos o espacios proporcionados a los resultados electorales, no importa su banalidad o interés periodístico, ni tampoco el criterio de los profesionales de los medios.
Se debilita así la verdadera función del periodismo, se pierden sus valores más encomiables y las cotas de libertad, que deberían crecer como Wikeleaks… Menos mal que ya se están produciendo las primeras respuestas de firmeza e intolerancia radical ante lo que constituye una agresión a la profesión, pero también a un sector de la ciudadanía, entre la que los jóvenes más concienciados, para llamar la atención, recurren a nuevos modos de protesta colectivos ante los malos ejemplos de la clase política dirigente. Con todo, no quiero caer en catastrofismos ni dar la impresión de que estamos en situación de emergencia y nada tiene ya remedio. No son pocos los medios y los profesionales que cumplen rectamente con sus obligaciones y se convierten en referente y ejemplo para todos.
Caben la regeneración, y la autocrítica, y el reciclaje profesional, y el aprovechamiento de las oportunidades que ofrece el mundo digital, y la vuelta a un periodismo responsable, crítico y riguroso a la vez, donde todos seamos capaces de respetar y ser respetados. Y, mediante iniciativas solidariamente adoptadas, mantener las reglas de juego de la profesión, de modo y manera que los servidores públicos sepan que la transparencia debe formar parte indeleble de sus actividades. Para acabar de una maldita vez con la endogamia, la arbitrariedad, los abusos del poder, las preguntas enlatadas y las notas partidarias, ya que la información no puede confundirse con la propaganda y la verdad debe prevalecer por encima de todo. Así mejorará la calidad de la democracia, los ciudadanos tendrán más razones para la esperanza y la prensa, como decía Víctor Hugo, será en verdad “la inmensa y santa locomotora del progreso y su dedo indicador”.
Voces de alarma
Un panorama de esta naturaleza, con el rigor informativo en almoneda, no es extraño que moviera a la presidenta de la Federación de Asociaciones de Periodistas de España, Elsa González, a declarar en Pamplona, con ocasión del congreso sobre El futuro del periodismo celebrado en el pasado abril, que “la ética es la clave de la supervivencia del periodismo” y el final de la crisis actual de la profesión llegará sólo si la calidad del contenido mejora y si se alcanzan “soluciones de consenso” entre periodistas y editores ante la actual situación y la revolución tecnológica. A su vez González Urbaneja, presidente de la Asociación de la Prensa madrileña, considera que los bajos niveles de reputación de la profesión están ya cercanos a los de los políticos porque “se han roto los vínculos de confianza con los lectores” y se está perdiendo calidad, influencia, poder, respeto y autocrítica.