‘La verdad’ o el drama digital del periodismo

La pauta, año tras año, desde 2008, ha sido la misma: los medios se han ido blindando con secretismo en un afán de introversión y supervivencia draconiano, a pan y agua, hasta quedar en los huesos. La expansión, término de moda durante el auge, quedó arrimada en el desván. El problema de verdad es esta última, la verdad, pero la espiral de despidos y cierres deja poco margen a discusiones.

La quintaesencia del periodismo es el servicio a la verdad de los hechos. Así fue siempre, aun con los imponderables e inconvenientes del infamado sentido de la objetividad, que ya fue siendo relegado por el prestigio de la subjetividad dominante, la opinión, la ideología y otras veneraciones sacramentales. Está en cuestión el núcleo celular de este oficio: la verdad. El último dogma. Si las aguas vuelven a su cauce, el periodista al trabajo, se hablará de esto en primera línea. Pero la crisis no deja espacio a análisis ontológicos y deontológicos de la profesión.

Sobrevivir ha sido la consigna en la guerra de los medios por ganar tiempo. Han tenido pérdidas (un 31%). Todos. Y han ganado tiempo los supervivientes, los que no se quedaron en el camino. Pero 2013 parecía un año clon de los anteriores de la crisis; pesaba sobre él la promesa –o la premonición más optimista- de ver la luz al final del túnel. No fue así. Pese a los tímidos augurios de brotes verdes inminentes –cuando no las proclamas precipitadas de los mismos por parte del Gobierno central y sus ministros económicos, como hicieran, incluso, en los albores de la crisis otro Gobierno y sus ministros correspondientes-, las corporaciones mediáticas se han limitado a calcar el guión con un estajanovismo austericista, que hizo temer con verdadero terror por el final de algunos medios importantes.

Dijeron adiós numerosas revistas y, entre una treintena de diarios de papel, El Día de Castilla-La Mancha, La Crónica de León y El Adelanto de Salamanca, este último después de 130 años de historia; y otra treintena de televisiones (la más sonada, sin duda, fue la clausura de la Radiotelevisión Valenciana por parte de la Generalidad Valenciana, que dejó en la calle a más de 1.600 trabajadores). Las radios sufrieron menos bajas (unas nueve cerraron) y las agencias, salvo un par de ellas, sortearon los coletazos del vendaval. El papel encajó malas y buenas noticias. Algunas publicaciones nuevas reivindicaron el viejo soporte con arrestos, como la revista gallega Luzes, que daba fe de su fidelidad incondicional a las señas ortodoxas del periodismo incorporándose al mercado bajo la dirección del escritor Manuel Rivas y el periodista Xose Manuel Pereiro.

La paradoja de esta crisis del periodismo de la crisis y la digitalización es que, según un informe de la Asociación de la Prensa de Madrid, entre 2008 y 2013 desaparecieron 284 medios (más de 70 en este último año), dejando sin empleo a más de 11.000 profesionales (la tercera parte en 2013) y, sin embargo, muchos de estos jubilados prematuros y precoces parados se animaron a inventar 300 proyectos, con mayor o menor modestia y fortuna, sobre todo, en Internet, confiando en la providencia, la venta de aplicaciones y el crowdfunding o micromecenazgo.

La última escena

Esa última escena, objeto de auténtico pánico en la profesión, en la que el letrero imaginario de se cierra cuelga como una pesadilla en la puerta del medio caído en desgracia, es el bulo recurrente en las islas desde hace una década. La teoría de que hay más periódicos de los que puede permitirse una insularidad mediatizada por la geografía y su reparto demográfico segmentado antes de que llegara la crisis, dio pábulo a ese diagnóstico. Pero lo cierto es que, pese al declive de lectores y anunciantes, los diarios de referencia nacionales y locales se han mantenido en pie. En Canarias, las empresas periodísticas se han tenido que habituar a la pérdida generalizada de ingresos, difusión e influencia, así como a una todavía pírrica facturación digital.

La debacle financiera de las grandes compañías de prensa en España es correligionaria de la de algunos medios legendarios, como The Washington Post, adquirido este año por el dueño de Amazon, Jeff Bezos (desembolsó 195 millones de euros), que vio cumplido su sueño de hacerse con la propiedad de uno de los diarios más poderosos de la primera potencia mundial… aun a sabiendas de que lo que compraba era un periódico en la ruina.

Los estragos laboral y empresarial han discurrido en paralelo, nadie discute tal cosa, y el socorrido mecanismo del ERE (expediente de regulación de empleo), levantó ampollas en el caso de El País, uno de los rotativos más valorados de Europa. Las plantillas han quedado diezmadas, y hubo cambios de directores en algunas cabeceras tras un lustro de crisis ya un año antes en las islas: así, en La Provincia, Antonio Cacereño había sucedido (en abril) a Teresa Cárdenes, y en Diario de Avisos, José David Santos tomó el testigo (en julio) de Juan Manuel Pardellas; y a lo largo de 2013 reinó una estabilidad no reñida con la precariedad consustancial de los medios, de la que no cabía colegir si el futuro iba a ser halagüeño, o lo peor estaba aún por llegar.

La parálisis del crédito, el bajón publicitario, el coste del papel… todo ello era un funesto estribillo en las islas y en la prensa española. El percance de la prensa nacional, todo un secreto a voces a menudo destapado en los portales confidenciales, generó una práctica elegíaca de pronóstico reservado. El panorama que se ha ido conformando es, en efecto, desolador, convirtiendo a los periodistas y empresarios en jabatos. Pero la prueba de fuego — la de evitar el rótulo de cierre ya mencionado— fue superada por la prensa local, si bien en radio y televisión, dada la proliferación de pequeñas empresas menos consistentes (en el dial nacional se registró la marcha de Punto Radio, lo que abocó a las emisoras de ABC a asociarse con la COPE) y el fallido concurso público del ejercicio anterior, fue disminuyendo el número de frecuencias de manera sensible.

El debate sobre la veracidad, el contar los hechos sin adulteración, no parece ganar adeptos en España. Al menos no tantos como en el mundo anglosajón, donde es un asunto de primer orden, una cuestión de fondo casi epigenética, que afecta al ADN del periodismo y al grado de influencia de condicionantes externos relacionados con la nuevas magnitudes de la difusión, la rapidez del mensaje, la competencia online y la rentabilidad. Las empresas no parecen incómodas ante la perversión de su credibilidad, más pendientes, en los últimos meses, de la tasa Google, en la reforma de la Ley de Propiedad Intelectual, a fin de percibir un importe de los agregadores por valerse de sus noticias en sus circuitos en red (aspecto este polémico donde los haya sobre quién beneficia a quién).

Renovarse o morir

¿Ha muerto el periodismo tal como lo conocimos? El periodismo en la acepción clásica del término. De las múltiples consideraciones que se vienen haciendo al respecto, el caso de Canarias no contribuye a dramatizar en exceso la situación, tampoco a desdramatizarla y relativizar la gravedad de la misma. Una vez admitido que las empresas (las llamadas de prensa escrita, que siempre fueron el termómetro del sector) han resistido, si bien de un modo agónico, el pulso de la degradación comercial, combatiendo sin grandes alegrías las pérdidas de facturación publicitaria directa con suplementos y campañas alternativas, y que solo una minoría de los profesionales que perdieron el trabajo ha logrado buscarse la vida como ha podido tomando las distintas bifurcaciones (en las redes sociales, en la comunicación corporativa e institucional, en gabinetes y empresas similares), o engrosado directamente las listas de paro, el estado de la cuestión es el que es, no admite maquillajes.

El periodismo vive horas bajas (como puso de manifiesto el Premio Canarias de Comunicación de 2013, Leopoldo Fernández, exdirector de Diario de Avisos), de reacomodo a las nuevas condiciones tecnológicas, frente a la irrupción de las TIC, y, por tanto, el momento actual del sector es de refundación y reciclaje. La rapidez con que los viejos periodistas han debido adaptarse al lenguaje y soportes online evidencia ese sobreesfuerzo de subsistencia al que nos referíamos: renovarse o morir. La reconversión ha sido brutal y la sensación de tanques del periodismo virtual entrando por las redacciones a saco hasta dejarlas irreconocibles, puede ser exagerado, pero describe la toma del poder por la nueva hegemonía, sin contemplaciones. Y en este cambio de jerarquía están en juego innumerables principios y matices que determinarán si el periodismo aún subyacente en las redes sale a flote y retoma las riendas del negociado, o la nueva era de la comunicación se regirá por reglas diferentes de asalto a la audiencia.

Lo que apremia interiorizar es el futuro de la verdad en la profesión, si vamos a seguir operando con los mismos artilugios, o las reglas y las herramientas ya son otras. A lo largo del año y de la última década, al margen del tsunami de la crisis, el debate raigal del periodismo ha sido el de la veracidad y la credibilidad, el del rigor y la confianza; y a mi juicio, el que determine su razón de ser o no ser en el nuevo orden informativo. El nuevo reglamento de este género en las redes premia la desmesura, cuando no la falsedad sin disimulo, el scoop de pega, el famoso fake. La ley suprema del trending topic —aquella información que “prende fuego” a las redes, sin que parezca quitar a nadie el sueño que sea verdadera o falsa en su origen— convierte al periodismo en una nueva industria de montaje y desmontaje, llevando al periodista al límite de su ética profesional.

En Estados Unidos, algunas voces influyentes de los nuevos portales digitales llegan a resignarse con desidia ante esa deriva de pérdida progresiva de la veracidad derribada por un alud de nuevos objetivos prevalentes, sin hacer de ello ningún trauma, como el mal menor del nuevo negocio que despunta: el carácter viral de las informaciones, lejos de ser una mácula para el buen nombre del medio, va camino de erigirse en la medida de su importancia y poder de penetración a que aspira todo mass-media que se precie en la nueva era digital.

La verdad informativa ha sufrido, sin darse cuenta, una evolución (involución) propia según el medio en que se desenvolvía. La verdad ha ido cediendo terreno a medida que el medio exigía velocidad al mensajero. Verdad y velocidad no se concilian fácilmente. La inmediatez, que se sacralizó en su momento, con su pariente más próximo, la primicia, sacrificaba, necesariamente, márgenes de veracidad. Y ese proceso de erosión de la verdad innegociable ha desembocado en una tercera v: la viralidad, un neologismo que añadir a la nomenclatura digital, que aún no le ha cambiado el nombre al oficio, pero sí se ha atrevido a apellidarlo en una de sus modalidades más exitosas y descaradas: el periodismo ciudadano.

El caso Jayson Blair

No siempre fue así. No siempre se faltó a la verdad tan frívolamente, sin consecuencias. No siempre hemos vivido en el mundo del fake, sin pagar caro el pecado. En 2003, el New York Times despidió ipso facto a su reportero Jayson Blair por mentiroso, por fingir reportajes falsos y estafar al lector y al propio periódico con historias robadas o entretejidas con trabajos ajenos. El caso Jayson Blair ahora sería una broma. Una broma más en mitad del circo mediático —en cuyo trapecio con red la verdad se bambolea —, y su imaginación como embaucador sería exaltada en el ágora digital. El New York Times no podía imaginar, hace diez años, que expulsaba del paraíso a un auténtico pionero de las (malas) artes de la comunicación que se estaban cocinando a fuego lento en el mismísimo infierno.

Diez años no son un abrir y cerrar de ojos, pero el mundo, y con él, el mundo periodístico, han dado un salto de gigantes… tanto hacia delante como, en el tema que nos ocupa, hacia atrás. El fenotipo del nuevo periodismo que emerge en las redes no repara en menudencias formales, como aquella norma sagrada que exigía el contraste y la verificación de las informaciones en las fuentes pertinentes. Este apéndice neurálgico de la gestación de toda noticia en sentido estricto ha pasado a un segundo plano o ha sido directamente abolido por la fuerza de la costumbre, salvo en portales y webs intrínsecamente periodísticos, que apoyan en la veracidad todo el éxito de sus aspiraciones en materia de suscriptores y confianza del anunciante. Quiere esto decir que, en el reino del hashtag, detrás de la almohadilla hay honrosas excepciones que tienden puentes con el periodismo veraz, riguroso y fiable.

Pero sería ponernos una venda en los ojos desconocer que, incluso en las peligrosas incursiones de algunos afamados periodistas de ley en el subgénero del mockumentary (falso documental, como sucediera en la discutida y discutible emisión de Operación Palace de Jordi Évole sobre el 23-F), existe una tendencia decadente a dejarse tentar por nuevas posibilidades de la comunicación, liberadas de corsés que parecían vitalicios, a fin de hacer converger a Tom Wolfe (uno de los padres del nuevo periodismo de los 60, que animaba a novelar el viejo reportaje) con H.G. Wells, autor de ciencia ficción que escribió La guerra de los mundos, cuya célebre versión radiofónica de Orson Welles en 1938 (se cumplen 75 años) hizo creer al pueblo norteamericano que estaba siendo invadido por los marcianos.

Que el supuesto porvenir que le espera al oficio de Gay Talese e Indro Montanelli sea imitar sistemáticamente a Welles-Wells, en lugar de seguir las huellas de Woodward-Berstein en el famoso caso Watergate, constituye nuestro drama familiar. Nuestra duda siniestra. McLuhan decía que “el medio es el mensaje”. Esas palabras nos golpean medio siglo después reclamando nuestra atención como una majadera matraquilla mortificante.

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