Tsunami contra lo público

La crisis económica que padecemos desde 2008 ha supuesto mucho sufrimiento para una parte significativa de la sociedad: los que han perdido sus empleos y ven cómo el tiempo pasa sin que tengan la menor oportunidad de reincorporarse al mundo laboral y también los que sobreviven con una prestación social o los que las han perdido y recurren a familias o a instituciones benéficas. Pero más allá de la crisis económica hay un cataclismo social.

Dentro de la crisis también existen muchos ciudadanos afectados que, aún manteniendo su puesto de trabajo, han visto recortados sus ingresos y forman parte del nuevo subsector de pobres con empleo. Y están los que han sido expulsados de su vivienda por no poder hacer frente a la hipoteca o al alquiler de la misma, los dependientes a los que se reduce apoyos por parte del Gobierno… Ha sido un auténtico cataclismo social el vivido estos años. Un seísmo de enormes dimensiones que deja una huella profunda en los desempleados que lo serán por mucho tiempo, en los condenados a la pobreza y a la subsistencia. Casi un tercio de la sociedad se ve inmersa en esas circunstancias en el conjunto del Estado; en Canarias más, con un 33% de paro, una parte significativa de él sin visos de solución alguna, y una elevada pobreza.

Los servicios públicos son, también, víctimas de la crisis. La Educación, la Sanidad o los Servicios Sociales cumplen un papel fundamental en la distribución de la riqueza y en la disminución de las desigualdades. Y han sido diezmados a conciencia, lo que ha producido un importante deterioro de los mismos. En este terreno habíamos avanzado, y mucho, en el proceso democrático. Con la extensión de la educación obligatoria hasta los 16 años y la creciente incorporación de jóvenes a nuestras universidades. Con un potente sistema de becas y ayudas al estudio que hacía posible que estudiantes sin recursos, pero con capacidades, pudieran culminar su formación.

En la Sanidad también dimos un salto cualitativo con la Ley impulsada por el recordado ministro socialista Ernest Lluch, que permitió alcanzar un sistema universal y de calidad; en nuestro caso, el de Canarias, el profundo cambio se produjo tras el proceso de transferencias sanitarias llevado a cabo a mitad de los años noventa del pasado siglo. Y, en fin, la Ley de la Dependencia supuso transformar lo que hasta entonces era objeto de la caridad en un derecho reconocido por una legislación que los sucesivos recortes presupuestarios del Gobierno central y la mala aplicación del Gobierno de Canarias han ido convirtiendo en papel mojado.

En estos años se han reducido las plantillas docentes y aumentado las ratios en las aulas. Algo que afecta de manera poco significativa a los buenos estudiantes, pero que crea una barrera más para los alumnos con dificultades de aprendizaje. La imposición de una tasa de reposición del 10% (sólo se cubre una de cada 10 vacantes por fallecimiento o jubilación) también tiene consecuencias sobre el futuro laboral de los universitarios que se han formado con la intención de dedicarse a la enseñanza y que hoy tienen escasas o nulas probabilidades de acceder a la misma.

En Sanidad ocurre otro tanto, lo que ha llevado a importantes reducciones en médicos y enfermeras, mientras se saturan los centros de salud y las urgencias, y se mantienen elevadas tasas de listas de espera, tanto diagnósticas como quirúrgicas. Dando alas al crecimiento de las aseguradoras privadas a las que se suma aquella parte de la sociedad que puede pagarlas.

Una de las obsesiones de la derecha gobernante y que ha calado en parte de la sociedad es la necesidad de disminuir el peso de lo público, identificado como un mal causante de muchas de las desgracias que nos ahogan. Discrepo abiertamente de esa concepción interesada. Una cosa es exigir la máxima eficiencia en lo público, algo fundamental tratándose de los dineros de todos… y otra cosa es pretender un Estado con el mínimo papel y en el que lo sustancial queda en manos privadas. Los estados que mejor funcionan tienen un elevado peso del sector público. En los presupuestos y en el personal dedicado a estos, como sucede en los países nórdicos. Y esto repercute en la calidad de vida de los ciudadanos y ciudadanas; y también, de manera directa, en el empleo.

El sector eléctrico

De todos modos, el afán privatizador ni es exclusiva del conservadurismo ni es reciente. En las últimas décadas, con gobiernos socialdemócratas o liberales, se han dejado en manos privadas sectores como el eléctrico, con las consecuencias de falta de transparencia y los precios del recibo de la luz más altos de Europa, si exceptuamos a Malta y Chipre. Ahora les toca a los aeropuertos, con la privatización de AENA, que ya intentó Zapatero al final de su mandato; como también lo hizo, sin éxito, con las Loterías del Estado. El proceso, ya se sabe, es muy claro: socializar las pérdidas de los sectores privados, ya sea en la banca o en las autopistas… y privatizar sectores rentables para mayor gloria de empresas amigas.

Lo mismo que sucedió con la gestión municipal del agua en los años noventa. Puesta en manos privadas por ayuntamientos de los más diversos colores, como ocurrió en Santa Cruz de Tenerife o en Las Palmas de Gran Canaria. Y hoy cuestionadas esas privatizaciones, abriéndose nuevamente el debate sobre si los sectores estratégicos (agua, electricidad, comunicaciones…) deben estar o no en manos privadas. La ola privatizadora, el neoliberalismo más radical, se convierte en un auténtico tsunami que pretende arrasar con lo público. Profundizando en la construcción de un mundo más desigual e injusto. Como ha ocurrido de forma clara durante esta crisis de pesadilla: hay más pobres, los pobres son más pobres y los ricos son más ricos, produciéndose una vergonzosa transferencia de renta de los que menos tienen a los que más poseen.

Comedores en verano

La apertura de los comedores escolares en verano constituye el paradigma más diáfano de la gravedad de la situación social de una parte de la población canaria. Una medida que trata de afrontar circunstancias límite: la de aquellos niños y niñas que solo garantizan su adecuada alimentación durante el curso, mientras permanece abierto el comedor de su centro escolar. Apoyo crítica y constructivamente la medida del Gobierno de Canarias, que posteriormente han imitado otras comunidades. Creo que lo que no vale es negar la realidad o afirmar que daña la imagen del país reconocer su dramatismo. O agarrarse, exclusivamente, a la posible estigmatización de los pequeños para no implementar la medida, como ha sucedido en otras comunidades autónomas.

Pero tiene sus déficits. Entre ellos que se acogen a los niños de Primaria, hasta 12 años, cuando sus hermanos de la ESO se ven envueltos en las mismas penosas situaciones. Y que, aún abriendo en verano, quedarían más de 100 días al año sin garantizar la comida: vacaciones de Navidad, Semana Santa y Carnaval, así como todos los sábados, domingos y festivos. Tengo la impresión de que sería más conveniente actuar directamente sobre las familias. Con la entrega de compras de comidas semanales, quincenales o mensuales, tras el correspondiente estudio y supervisión de los servicios sociales de los ayuntamientos en los que, por su conocimiento de la realidad de los menores, también pueden colaborar los centros educativos y sus directores.

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