La recesión económica ha concluido a tenor de los datos macroeconómicos arrojados en los últimos trimestres. Ciertamente, una realidad estadística fervientemente anhelada desde que la crisis irrumpiera causando arduos estragos en cuanto a su intensidad (tan desproporcional entre las capas sociales) y su prolongación (inaudita desde el crack de 1929). No cabe duda que esta situación es fruto de los condicionantes externos que la benefician (depreciación del euro y bajada del precio del petróleo) que, a todas luces, deben ser aprovechados; aun sabiendo que no serán eternos, pues tarde o temprano tanto la Reserva Federal estadounidense elevará el tipo de interés y el Banco Central Europeo aminorará su política económica expansiva.
No obstante, los riesgos de la eurozona acompasada por la incertidumbre sempiterna de Grecia y las turbulencias financieras de China invitan a que seamos prudentes en emitir mensajes triunfalistas que pasado el tiempo pueden causar insatisfacción enquistada ante las previas expectativas estimuladas en la sociedad. Por lo tanto, el periodo de la poscrisis que hoy por hoy arrostramos merece consideraciones de alto calado social que debemos tener muy presentes en cuanto constituyen realidades tan preocupantes como difíciles de atajar.
Por un lado, el daño socioeconómico producto de la Gran Recesión de 2008 no va a ser absorbido por la recuperación actual. Pensemos en los desempleados de larga duración que han quedado a medio camino en su trayectoria laboral, en tierra de nadie en sus posibilidades legítimas de una vida próspera encajada en el bienestar colectivo, que además padecen un porcentaje de protección pública que ha ido cayendo en los últimos años. Sin ir más lejos, en este año la tasa de cobertura por desempleo se sitúa en tan solo un 58,5% a diferencia del 80,9% que hubo a inicios de 2010. No es de extrañar que precisamente el dato haya ido reduciéndose justo desde el curso 2010 que es, no olvidemos, cuando comienza las sucesivas rondas de medidas de austeridad adoptadas por los distintos Gobiernos y con independencia de su color político. Por consiguiente, este colectivo ha sido especialmente castigado por la crisis y, lo que es peor, carece de una esperanza razonable por enderezar sus itinerarios laborales y con ello afianzar el bienestar de sus familias. Sin duda, merecen un amparo aún mayor (que nunca será suficiente) por parte de las diversas Administraciones públicas; desde el auxilio de primera instancia prestado por los servicios sociales de los diferentes Consistorios hasta las políticas de empleo activas (Comunidad Autónoma) y pasivas (Ministerio de Empleo y Seguridad Social) que hay que redoblar cuantitativa como cualitativamente.
Por el otro, el inquietante aumento de la desigualdad social que es consecuencia, entre otras circunstancias, de que esta recuperación económica no está generando puestos de trabajo ni en calidad ni en ritmo bastante. Un fenómeno que concierne tanto a Canarias como al conjunto de la España autonómica y a varios Estados miembros de la Unión Europea, es la aparición del nuevo modelo social conocido como precariado. A saber, una incursión en el sistema productivo en el que el trabajador se zarandea entre la temporalidad y los bajos salarios. De esta forma, no hay manera alguna de propiciar parámetros de certidumbre suficientes para que las nuevas generaciones puedan esbozar a medio plazo sus objetivos personales y familiares. Y es que, nos guste o no, ya no podemos aspirar a la fijeza de antaño en el trabajo; pero tampoco es deseable ni mucho menos convivir con la inseguridad permanente que impide forjar la personalidad de los jóvenes que asoman a la vida adulta. En última instancia, todo ello tiene repercusiones en las estructuras sociales, el peso demográfico y, si me apuran, en el otro gran debate, la sostenibilidad futura del modelo de reparto intergeneracional de pensiones.
Así pues, son grandes retos los que debe encarar la sociedad en su conjunto. Estoy convencido de que los superaremos con el compromiso de todos, la generosidad ciudadana y la responsabilidad de los poderes públicos. Hemos sorteado anteriormente otros dilemas en los que, dada mi vocación de servicio, pude ser protagonista: la añorada Transición, la consolidación de la Comunidad Autónoma con motivo de la descentralización territorial, la defensa de nuestras singularidades y especificidades en la incorporación de Canarias al proyecto comunitario y los fenómenos migratorios en los que nuestra tierra se ha visto inmersa dada su privilegiada posición geopolítica que se ahonda en la era de la globalización. Por todo ello, la institución del Diputado del Común refuerza su obligación en alertar de las problemáticas que nos atañen, la defensa de los derechos y libertades individuales y colectivas y, cómo no, la justicia social que pasa por preservar el Estado del Bienestar en cada una de sus múltiples dimensiones.
En definitiva, el contexto es el que es; tan apasionante como delicado. Pero pocas veces el compromiso público en democracia ha dejado de serlo. De ahí, que la regeneración política sea fundamental. Tan importante es la pluralidad con la aparición de nuevos actores que obligan a los otros a mejorar sus programas y propuestas como que las siglas arraigadas ya en el mapa institucional fomenten la viveza interna en aras de profundizar en la oxigenación de una democracia de corte representativa. Se trata de una tarea a emprender por todos y que urge cumplir; sin distinción de generaciones, error en el que suele caer el discurso posmoderno de lo políticamente correcto. Un nuevo compromiso ciudadano nos convoca. Y, de verdad, no podemos soslayarlo.