La entrevista: el ‘género maestro’

En la sabana del periodismo, la entrevista tiene pared. Es el género límite y, en sí mismo, contiene la frontera intraspasable de la intimidad ajena. Al final de la búsqueda de toda entrevista, de descifrar al entrevistado, hay a veces respuestas impenetrables entre las mil preguntas que preceden todo recorrido por la senda de los personajes que son objeto de interés por la relevancia de su figura.

En una entrevista, el periodista –lo admita o no– se enfrenta a la conversación bajo un estado de ansiedad. Y no ceja en el intento de conocer, descifrar y averiguar todo acerca de su interlocutor del modo más certero y eficaz hasta llegar a esa pregunta cuando no queda más remedio. Esa es la pared. La entrevista, decía García Márquez, es “el género maestro”, la fuente en la que beben todos los demás géneros del periodismo. Pero en el reino de la pregunta, la meta es tocar la pared, y, si se puede, atravesarla. Si no, no. Hay unas reglas de juego, una entente en el origen del consentimiento de la conversación entre las dos partes. Es la zona cero de la mayéutica socrática; el diálogo deriva en duda o simplemente se acaba en alguna parte.

No siempre es posible cerrar una entrevista de modo satisfactorio a juicio del entrevistador. La pared de la que hablo no es frustrante. Existe. Oriana Fallaci decía que lo importante son las preguntas, no las respuestas; su vanidosa afirmación solo se asienta en un hecho cierto: la pregunta inaugura la respuesta, sin ella, sin su hábil exposición, no hay entrevista que valga. Y hay preguntas que atraviesan la pared de la entrevista. Juan Cruz lo consigue en numerosas ocasiones; en otras no, y acepta el paramento, la pared que lo para, amablemente, sin impertinencia. El periodista no debe ser un fanfarrón. Agradece que el entrevistado le conceda su tiempo y ha de ganarlo con dotes de persuasión, ha de cortejarlo; a veces, hasta ha de hipnotizarlo, para salvar la paranoia del entrevistado.

La entrevista es un conflicto de intereses, y las dos partes han de llegar a un acuerdo. En el libro de entrevistas de Juan Cruz Ruiz (Toda la vida preguntando, Círculo de Tiza), Günter Grass sitúa ese límite en una respuesta desconcertante, pero irrebatible. Le pregunta Juan por “la mayor decepción personal, humana’. Y el Nobel polaco y alemán, que lo estima y valora mucho, le sale por la tangente: “¡Mi gran decepción humana es que tú me sigas preguntando después de más de una hora de entrevista!”. Fin del interrogatorio. Las mejores páginas del libro son las que hablan del laberinto y sus aposentos secretos, la causa y la casa interior del personaje. Si se deja.

Todos los entrevistados tienen un límite, y aquellos que no lo tienen, que son tan generosos como Emilio Lledó, muestran educadamente que ese tema o tal otro invade los pasillos íntimos vedados a la opinión pública. “Me gustaría que reflexionara sobre lo que supuso para usted, en la juventud, la muerte de su mujer”. Esa es la tentativa del entrevistador que sabe en qué terreno se mete con un filósofo tan abierto y sincero, pero, a su vez, sensible. La respuesta fue esta: “Es un tema demasiado delicado, demasiado personal e íntimo”. Levantó el dedo y dijo: “Se cumplió la hora”, y la entrevista se terminó. Esto es de George Steiner. El filósofo y crítico francés también había levantado la pared en el curso de la conversación, cuando Juan le tocó el tema del dolor histórico de su condición de judío de la diáspora y la persecución nazi a sus padres: para el entrevistado, de ese asunto no había nada nuevo que hablar, estaba todo dicho.

¿Dónde se hacen las entrevistas? Seguramente, la mayoría han sido hechas por teléfono, y en esta era se hacen muchas en el chat, pero no cabe imaginar una entrevista auténtica si no es realizada legítimamente de un modo presencial. Este es un género que aflora a mediados del siglo XIX y que tuvo mala prensa en su origen. Se consideraba que las entrevistas eran una frivolidad, algo que resultaba “degradante para el entrevistador, ofensiva para el entrevistado y aburrida para el público”. Sin embargo, se impuso gracias al éxito de los buenos periodistas entrevistadores que en los últimos 150 años han usado el género para alcanzar el máximo objetivo del oficio: la difusión de las ideas, incluso de las más selectas y complejas.

Como en botica…

Hay buenos y malos entrevistadores. Y buenos y malos entrevistados. El género entraña riesgos. Al entrevistado se le pone mala cara con frecuencia, disgustado con el titular. Hasta de una cadena de monosílabos hay que sacar la entrevista adelante. Decía el neurólogo Oliver Sacks que un auditorio afásico captaría los engaños del conferenciante simplemente interpretando sus gestos. De la expresión corporal de un entrevistado hermético cabría hacer una entrevista infalible. Pero es más recomendable dar con un entrevistado dispuesto a hablar. De manera que el vértigo del formato exige al periodista tener siempre un buen día.

¿Dónde se cocinan las entrevistas, preguntábamos? En cualquier parte y circunstancia. Juan nos conduce en este libro por escenarios dispares. La cama de Onetti, el barco de Neruda, París, Polonia o frente al Bósforo en Estambul. Neruda, a bordo del Verdi camino de Valparaíso, en el muelle de Santa Cruz, es una entrevista histórica, que deja momentos posteriormente muy citados. Yo mismo con mi hermano Martín tomé una frase del poeta chileno de esta entrevista, aquella en la que el autor del Canto general comenta con el poeta Hernán Valdés, compañero de viaje, sobre nuestro acento: “Fíjate, Valdés, cómo hablan… Igual que nosotros”. En el aeropuerto de Lima me dijeron al escucharme: “¿Usted es chileno?”, confirmando la observación de Neruda.

Esa entrevista está llena de época. Se hizo en 1970. Por ella pasean, porque iban llegando al barco, personas que traen recuerdos de años muy lúcidos: Westerdahl, Pérez Minik, Salcedo y Fernando Delgado, que mencionó este encuentro, no hace mucho, en un recital poético en el Círculo de Bellas Artes. En la Avenida de América, de Madrid, el periodista entrevista en la cama a un escritor culminante, que Vargas Llosa califica en este libro como el más grande de toda la generación del boom: Juan Carlos Onetti. A la entrevista le pasó lo que a muchas: el casete y la transcripción desaparecieron y luego reapareció esta última, que hizo en vida Dulce Chacón, una autora que falleció demasiado joven. Es una entrevista entrañable por todo ello.

García Márquez también cuenta el cuaderno de cuentos que se le extravió y, en parte, tuvo que rehacer. Ese libro de cuentos que le cuenta a Juan en esta serie no tengo la menor duda de que es el titulado Doce cuentos peregrinos, que publicó al año siguiente. Justo cuando Juan habla con García Márquez en Barcelona, en 1991, el escritor le dice que ese mismo día escribía uno de los relatos, en el que menciona el otoño en que el papa Pío XII sufría una crisis de hipo. Acudí por curiosidad a la edición de esos cuentos y encontré la cita: corresponde al cuento titulado La santa, pero en lugar de otoño, el autor prefirió finalmente poner primavera. Ante una buena entrevista con un escritor que nos acapara tanto, uno puede jugar a los detectives. El texto es extraordinario. Está García Márquez en estado puro, impartiendo una lección magistral de periodismo, viéndolas venir, hacia qué derrubios se abocaba este oficio de medias verdades y prisas de primicias imprecisas; quemándose los dedos en aguas calientes para sacar los recuerdos del fondo de la memoria como peces muertos imposibles de reanimar.

Tiene razón Zadie Smith, la más joven escritora del elenco de este libro, que reivindica el género de la entrevista, como lo hace Mario Vargas Llosa, en el prólogo, como un acto de fiabilidad, pues en el fondo una entrevista es una cita confidencial que las dos partes conciertan en dar a luz (la mayéutica, el diálogo, es una palabra griega que se refiere al parto, o sea, la obstetricia del periodismo es la entrevista); en este género, uno confiesa al otro sus opiniones a sabiendas de que saldrá del confesionario a hacerlas públicas, pero es tal el clima conversatorio, que el éxito de ese acto es que uno de los dos se engaña a conciencia, admite que el otro le traicionará. Y no le importa si lo hace con la bondad verdadera de atenerse a los hechos, sin un interés esquinado de hacerle daño o mofa de sus confesiones.

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