En ocasiones, las buenas noticias tienen efectos narcóticos que hacen pasar desapercibidas posibles amenazas de futuro. Es humano, nadie reclama para sí el papel de aguafiestas porque es más agradable instalarse en el consenso y repetirse de forma sistemática lo bien que se hacen las cosas. Esto es particularmente apreciable en nuestra impagable, sobre todo impagable, clase política.
La clase política canaria siempre cree tener a su disposición una batería de medidas que pueden revertir la situación cuando vengan mal dadas. No es cierto, claro está, pero se ha ido generando esa idea de omniscencia con vagas declaraciones en las que, aparentemente, son ellos —burócratas de toda laya— los que saben en todo momento lo que es mejor. Se produce, en definitiva, lo que sirvió al Premio Nobel de Economía Friedrich Hayek para titular su última obra: La fatal arrogancia. A nadie debería sorprender que, con esos antecedentes, en el arranque de la legislatura todo el mundo con posibles sufriese un inopinado brote de sapiencia turística y se lanzasen a mostrar al mundo su necesidad de compartirla.
En Canarias, el presidente Clavijo forzó tanto el argumento que él mismo se vio obligado a corregirse cuando dijo que sería conveniente limitar el número de turistas y acotar el Todo Incluido. No fue el único; la plaga se extendió por todo el país y Ada Colau, en Barcelona, decretó una moratoria que ha hecho muy felices a los hoteleros actualmente instalados, que han visto como sus establecimientos se han revalorizado por un capricho político. La historia nos suena familiar, por más que la alcaldesa lo hizo sin avisar y así los más avispados -nunca lo son, en realidad sólo son los más próximos a la toma de decisiones– no tuvieron tiempo de colar sus licencias.
El periodista económico Frederic Bastiat (1801-1850) nos enseñó a fijarnos no sólo en lo que se ve, también en lo que no se ve. En este caso, los puestos de trabajo que no se crearán, la inversión desplazada hacia otros destinos competidores y la sensación trasladada al mundo de que los turistas no serán bienvenidos en la Ciudad Condal. Idea parecida mostró el regidor de Santiago de Compostela, Martiño Noriega, pero dando un pasito más: también negarán las licencias a las tiendas de recuerdos del casco histórico, lo que es toda una novedad, descubriendo su carácter estratégico. En Baleares vuelven a la carga con la ecotasa, con la que ya contaron en el pasado y con unos efectos perfectamente descriptibles, mientras que en Madrid el partido gobernante tiene una opinión cambiante (también) sobre el cobro de una tasa turística, de tal suerte que lunes, miércoles y viernes parece que les agrada y los martes, jueves y sábado que no. Los domingos descansan y dejan descansar al resto.
¿Qué ha ocurrido? Aunque sea políticamente incorrecto, más en este gremio periodístico, sería bueno recordar aquello que decía Ronald Reagan: “Si se mueve, ponle un impuesto; si se sigue moviendo, regúlalo; y si deja de moverse, dale una subvención”. Hay que prevenir de inmediato al lector menos avisado que el que fuera cuadragésimo presidente de los Estados Unidos lanzaba una crítica, no una prescripción. La esencia es que, de una forma u otra, el poder político interfiere de forma sistemática sin que queden claros los motivos para que esto ocurra. No es que tomen decisiones sobre un sector mucho más complejo de lo que pudieran llegar a pensar, máxime teniendo en cuenta que para la mayoría de nuestra clase dirigente, la política es su única y más conocida dedicación.
El tema de fondo es que tampoco puede acreditarse, sin más, que el sector reúna las características de un bien público o que se produzcan los que los teóricos neoclásicos conocen por fallo de mercado. Y es aquí donde quizás conviene hacer particular hincapié, porque una vez que se acepta que la política interfiera en un campo de la sociedad ya no se retirará. Y no lo hace ni piensa hacerlo en uno tan dinámico como es el turístico, que afortunadamente ha sido capaz de mantener el tipo, en particular desde la primavera árabe. ¿Se ha parado alguien a pensar cómo habría sido esta larga travesía en el supuesto de no haberse recuperado el turismo en el momento en que lo hizo?
Las amenazas ‘políticas’
Todo lo anterior está directamente relacionado con una de las amenazas que se ciernen sobre el sector y que tiene que ver con la acción política. Los empresarios, por serlos, están acostumbrados a lidiar con el riesgo y la incertidumbre. Pero mientras el primero es una dimensión mensurable inherente a cualquier iniciativa empresarial, el segundo está directamente relacionado con lo que no puede preverse y añade complejidad a la actividad. Esto explica las razones por las que resulta esencial el marco institucional con reglas claras y fáciles de interpretar que aspiren a perpetuarse en el tiempo, evitando sobresaltos.
Uno puede empezar un negocio intentando establecer una serie de parámetros que se cumplirán, o no, pero que dependerán parcialmente del buen hacer particular. Lo que no tiene un pase es que una empresa invierta 30 millones de euros en un complejo, establezca su plan de negocio y un gobernante quiera incorporar, de forma sobrevenida, unas plantillas mínimas de trabajadoras, que fue justo lo que intentó el partido socialista en la legislatura pasada.
Los empresarios deberían dedicarse a satisfacer a sus clientes para disminuir el riesgo pero lo que con frecuencia se ven obligados a hacer es agradar a los burócratas con la intención de reducir la incertidumbre. Esto en el bien entendido caso de que estamos hablando de genuinos empresarios, no meros receptores de subvenciones o particulares empeñados en convivir con los reguladores en interés propio o daño a terceros, que de todo hay en esta tierra. A nadie se le escapa que para algunos de estos prodigios de la creación, su satisfacción no pasa tanto por lo que puedan hacer como lo que puedan evitar.
Lo que resulta de lo anterior es que la buena marcha del turismo se debe más a factores exógenos. Salvo la caída en los mercados ruso y noruego, no hay grandes nubarrones en el horizonte y son muchos los hoteleros que confían en mantener la buena racha en los próximos años, con ocupaciones similares y un ligero aumento de la rentabilidad (alguna vez alguien debería tomarse la preocupación de no confundir ambos conceptos, que pueden ir juntos pero no siempre ocurre).
Pero dicho lo anterior, ¿hemos hecho lo que estaba en nuestras manos para seguir siendo competitivos en cuanto se recuperen –que lo harán– los destinos asolados por los ataques terroristas? Ítem más, empiezan a aparecer en el mercado, y ya en poder de los touroperadores, aviones que unen Europa con el Caribe en menos tiempo y de forma mucho más confortable, fortaleciendo esos destinos como nuevos competidores.
¿Estamos en condiciones de mantener nuestro liderazgo? Deben ser los empresarios los que respondan esas preguntas, porque eso forma parte del riesgo que define a la función empresarial. Pero sí sería muy recomendable que los políticos no generasen nuevas incertidumbres con su funesta manía de meter las leyes donde nadie los llama. No basta con decir alfombra roja para los emprendedores, hay que demostrarlo y para ello reducir trabas burocráticas, rebajas de impuestos y certidumbre legislativa. Quizás así los empresarios puedan dedicarse sólo a lo que saben hacer. Nos iría mejor