Algunos vicios presentes en el oficio constituyen un ataque frontal a la razón de ser del periodismo y los periodistas, a su ética y su fiabilidad.
Para su inclusión en el Anuario correspondiente a 2017, la Asociación de la Prensa me pide un comentario, a modo de análisis, sobre el estado de la profesión periodística en Canarias, nada menos. Como mero observador de la realidad, de entrada me atrevo a afirmar sin tapujos que, con muy honrosas excepciones, está de capa caída. La inapelable ley del mercado y el consiguiente sometimiento a la cuenta de resultados están acabando con nuestro código deontológico y, en consecuencia, con el buen periodismo y los buenos periodistas.
Hace ocho años escribí en Diario de Avisos que “la crisis económica, la irrupción de Internet como fuente inmediata y gratuita de información y la inevitable adaptación de los medios a la revolución tecnológica salpican por igual a empresas y profesionales del periodismo y la comunicación social. Las limitaciones y la propia diversificación publicitaria en nuevas plataformas, junto al gravísimo descenso de la difusión, sobre todo de los diarios, han llevado a los empresarios del sector al ajuste de plantillas, la congelación (cuando no la abierta disminución) de salarios y proyectos, la precariedad laboral, la contratación de becarios y a la búsqueda casi desesperada de ingresos atípicos, en la mayoría de los casos por la vía de las complicidades políticas vergonzosas. A su vez, muchos informadores practican la autocensura –que poco tiene que ver con la autorregulación– y hasta se ven obligados a escribir al dictado para tratar de sobrevivir profesionalmente al precio que sea, incluso jugando con la verdad”.
Me reafirmo en estos juicios de valor e incluso creo que me quedé corto a juzgar por lo que hoy acontece en algunos medios canarios de todos los sectores, en los que la violación del respeto a la verdad, el chantaje, el abuso de poder, la persecución sistemática, la falta de críticas libres y confiables, la tergiversación de los hechos y su propia presentación se convierten en moneda casi común si están en juego intereses políticos o económicos que conciernen a la empresa editora o a la imagen de determinados representantes públicos.
Este panorama, que afecta también, aunque no por igual, al periodismo radiofónico y al televisivo, de manera especial a las pequeñas emisoras, constituye un ataque frontal a la razón de ser del periodismo y los periodistas, a su ética y su fiabilidad. Un fenómeno de esta naturaleza no puede sino abochornarnos, ya que nos degrada profesionalmente, lo que a su vez –y las encuestas así lo recogen– determina la pérdida de reputación y credibilidad del oficio, la ruptura de los vínculos de confianza con lectores, oyentes y televidentes y, al tiempo, la degradación de la calidad de nuestro trabajo y la influencia social y política de los medios.
Los cantos de sirena del poder
No son ajenos a este panorama unos editores en su mayoría dóciles a los cantos de sirena del poder político, empresarios poco curtidos, un tanto oportunistas, apocados, de escasa imaginación para innovar o aportar músculo financiero o filantrópico para sostener unos medios libres e independientes al servicio del interés general, no de aprovechamientos espúreos o colocados sin más al servicio del poder político de turno. Éste se ha convertido en el principal sostenedor de la economía de algunos medios periodísticos mediante patrocinios, subvenciones, publicidades y tejemanejes ocultos a la opinión pública, impropios de empresarios honrados y cabales y de políticos transparentes y demócratas por convicción y vocación. Políticos hay en las islas mayores a quienes solo les falta remitir el editorial a algunos medios que no hacen otra cosa que halagarlos, estar a su servicio y caer en la banalidad más absoluta. Se olvida así que sólo unos medios críticos, plurales, libres, independientes y rentables pueden relacionarse con los ciudadanos y con la sociedad desde principios de responsabilidad ética inquebrantable.
“Cuando algo o alguien renuncia a lo que es consustancial a su propia existencia termina por convertirse en una caricatura de sí mismo”, escribía el analista financiero S. McCoy en El Confidencial, después de reconocer que hace unos años la rentabilidad de los medios escritos derivaba “de un círculo vicioso de credibilidad y prestigio que revertía positivamente en las tiradas y los ingresos empresariales”. Todo lo cual nos ha llevado a que el cuarto poder pierda la función que la sociedad le ha asignado al reemplazar “la verdad por la rentabilidad, la objetividad por el interés partidista, la razón por la servidumbre”.
La carencia de una autorregulación profesional que equilibre la obligación de proteger los indeclinables derechos individuales con el derecho del público a recibir una información veraz ha dado pie a actitudes editoriales vergonzantes y de puro conchabeo con el poder político, así como a la proliferación de periodistas –o considerados como tales aún sin serlo cabalmente– desvergonzados, imprudentes, tergiversadores coyunturales, chantajistas incluso y autores –muchas veces impulsados o inspirados desde las alturas de sus empresas– de persecuciones, descalificaciones, amenazas y toda suerte de engañifas deliberadas.
De existir como en el Reino Unido una Comisión de Quejas de la Prensa o algún organismo similar, seguro estoy de que la supervisión de la tarea profesional periodística por nosotros mismos o por nuestros representantes, que debería incluir la facultad de imponer sanciones profesionales y luego publicitarias, acabaría con algunas prácticas y comportamientos indeseables, serviles con el poder en unos casos o enemigos de éste en otros, pero siempre mediante la violación de los valores éticos consustanciales con el buen periodismo, nunca con el linchamiento público de nadie y la ocultación interesada de la verdad, que prima la ética del negocio frente a la ética de la profesión.
Habrá observado el lector que no cito a ningún medio y tampoco a ningún profesional. Creo que no hace falta que detalle mis apreciaciones y el evidente servilismo de no pocos editores, medios y profesionales. Diría, como apunta Max Weber en La política como profesión, que “no es ninguna nimiedad el que el periodista caiga en la banalidad y la indignidad de desnudarse en público con todas sus inexorables consecuencias, aunque lo asombroso no es que haya muchos periodistas humanamente descarriados o degradados, sino que, a pesar de todo y aun cuando al observador externo le resulte difícil imaginarlo, lo asombroso es que justamente este estrato contenga un número tan grande de personas valiosas e íntegramente auténticas”.
Una visión sesgada
Aunque me ha tocado vivir etapas poco edificantes en las relaciones de periodistas y periódicos con el poder político, nunca desde que hace diez años abandoné la dirección de Diario de Avisos, coincidiendo con el inicio de la gravísima crisis económica española, se han vivido en los medios escritos, hablados y televisados canarios –y lo mismo puede decirse en el ámbito nacional– situaciones tan bochornosas en el manejo de opiniones e informaciones. El yoísmo, la frivolidad, la mediocridad, las presiones directas e indirectas sobre empresas y profesionales, los bajos salarios, las contrataciones fraudulentas, el intento –muchas veces logrado a coste cero– de amordazar a los medios para silenciarlos o utilizarlos a conveniencia forman parte del triste panorama periodístico actual. En estas condiciones, políticos, editores y periodistas pugnan por ofrecer a la sociedad una visión excesivamente simplificada y sesgada de la vida en común cuando, como afirma el catedrático alemán de la Universidad de Bolonia Mauro Wolf, “la política no representa ya toda la realidad social porque han crecido los ámbitos y las dimensiones que no se reducen a la política, y menos a la política de los partidos”.
Ante esta grave crisis que afecta a la profesión y al propio negocio periodístico, me parece obligado abrir un debate sobre la realidad de un oficio y un modelo de empresa que necesitan un replanteamiento obligado por las circunstancias, entre ellas la propia existencia de internet y su insana influencia en la tarea periodística profesionalmente bien desempeñada, así como un mayor rigor en el desempeño de este viejo oficio de contar lo que pasa y luego opinar. González Urbaneja, que fuera presidente e la Asociación de la Prensa de Madrid, ha dejado una receta que, no digo que cure nuestros males, pero sí que puede ayudar en parte a remediar algunos: “El buen periodismo tiene que sumar veracidad, verificación, lealtad al ciudadano, independencia de las fuentes informativas, relevancia e interés, oportunidad para la crítica y el comentario, ser exhaustivo y proporcionado, ejercerlo con respeto y que sirva como control del poder”.