La Televisión Canaria, que en 2017 mejoró ligeramente sus registros de audiencia, vive sin embargo sacudida por el ruido político y mediático.
Resulta llamativa una dinámica que envuelve al debate público en torno a la gestión del ente público Radio Televisión Canaria: por su repercusión en los medios de comunicación, y por el tiempo consumido en debates parlamentarios relativos al asunto, se podría considerar que la cadena de televisión pública y su emisora de radio han adquirido la relevancia colectiva de aquellos servicios públicos definidos como de carácter estratégico, como los servicios sociales, la vivienda, la educación y la sanidad. La hemeroteca, fonoteca y videoteca de 2017 confirmó e incluso incrementó esa percepción de omnipresencia ruidosa, incluso con carácter estruendoso, por la confluencia de varios elementos que serán expuestos más adelante. Pero baste señalar como argumento inicial que la televisión pública se ha convertido en el saco de golpes preferido de la clase política canaria y buena parte de la clase mediática. Sin que se sepa muy bien con qué resultados y como resultado de qué análisis, porque la acusación recíproca en modo permanente produce magros resultados en el ecosistema de la comunicación y deviene en un desprestigio acumulado de sus actores, sean estos altos representantes políticos o altavoces de grupos de comunicación.
Un enfermo crónico
Y sí, ciertamente la televisión no es tan importante como el adecuado funcionamiento de los hospitales y los centros de atención primaria. Y, por cierto, ¿cuál fue el estado de salud del ente público RTVC durante el año 2017? Pues malo, casi como suele resultar habitual, porque su enfermedad dura años y se ha cronificado hasta extremos alarmantes. Porque en los titulares relativos a la tele autonómica circula mucha mercancía averiada y no es habitual que, con un poco de perspectiva, se puedan apreciar piruetas de lo más rocambolesco. Sin embargo, hay una cosa que se mantiene inalterable, y es un ruido paralizante que bloquea la reflexión necesaria no ya solo sobre el estado del ente público, sino sobre su función social y los cambios necesarios en un paisaje de transformación radical del negocio audiovisual a escala mundial.
Este periodista hace años que tiene la conclusión de que pegarle al muñeco de la RTVC sale gratis. Sale gratis en política y es presentado incluso como un signo de prestigio en los medios, porque en el periodismo canario los perros siempre comieron carne de perro en función de prioridades empresariales o ambiciones personales. En semejante contexto tóxico, el presidente del Consejo Rector y primer directivo del ente, Santiago Negrín, hizo lo que pudo, y en efecto hizo algunas cosas sensatas, como reforzar la programación del canal con las propuestas derivadas de un proceso de selección destinado, por encima de todo, a reactivar la actividad de un sector audiovisual muy dañado por las tormentas de 2016, cuando la interrupción de los programas por un desencuentro presupuestario entre el presidente ente público y el Gobierno autonómico hizo estragos entre las empresas del sector.
Y, sin innovar demasiado (o casi nada en realidad), la dirección del canal fue capaz de alcanzar ciertos parámetros de estabilidad en la parrilla y también en la audiencia, que alcanzó un digno 5,6 de cuota en el cierre del ejercicio. Este resultado puede considerarse bajo atendiendo exclusivamente a lo modesto del guarismo, pero es preciso añadir que supone medio punto más que en el final del año anterior. Medio punto puede suponer mucho o poco en la mente del observador, pero en el actual escenario ultracompetitivo de la televisión generalista es un logro reseñable. En ese aspecto podemos afirmar que 2017 no fue un mal año para la TVC
El debate de la calidad
Hay otro aspecto citado con frecuencia en relación al canal autonómico canario, y es su compleja relación con la calidad a tenor de los múltiples comentarios e incluso chanzas relativas al perfil y contenido de sus programas. Esto es una verdad a medias. En Canarias, y probablemente en todas partes, hay tantos expertos en programación televisiva como seleccionadores nacionales de fútbol, y esta evidencia no debería ser contemplada como una crítica. En todo caso hay que entenderla como la prueba de la potencia que aún tiene la televisión como medio de comunicación de masas, como elemento troncal de la cultura mainstream en nuestros días, capaz por ello de concitar pasiones de todo tipo, elevadas y bajas, producto del simple desconocimiento o de los prejuicios anidados en una parte de nuestra sociedad, esa que dice no ver Telecinco y mira para otro lado ante los brutales registros que la cadena de Mediaset obtiene en las Islas desde hace décadas. O los audímetros vienen con fallo o hay menos espectadores de Netflix de los que se supone.
La televisión es en efecto un animal poderoso, y es además un animal mutante, que busca generar adicción en la audiencia a través de nuevas fórmulas, sean estas las nuevas plataformas de pago, las empresas de streaming (Netflix, HBO y Amazon están ya sólidamente instaladas en los hogares españoles) o la respuesta de las cadenas generalistas a través de sus propias aplicaciones a la carta. Es a ese escenario de competencia por tierra, mar y aire al que deberían dedicar algunos esfuerzos sus señorías, porque el futuro nunca espera y el ruido permanente solo produce parálisis.
Por cierto, y hablando de audiencia, resulta obligada una referencia a su condición totémica en el negocio televisivo. Y no, no resulta un anatema considerar que un canal público autonómico debe tener el objetivo e incluso la obligación de convocar a cuantos más espectadores mejor. Incluso por una simple razón de existir: un servicio público no esencial que no es utilizado por los ciudadanos tiende a desaparecer. Piensen en qué harían si una ruta de guagua no fuera capaz de interesar a un solo viajero; ¿qué harían?; la eliminarían o modificarían su trayecto, ¿no? Los defensores de una Televisión Canaria inmune a la tensión de la audiencia son en este sentido los profetas de su desaparición a medio plazo, lo cual sería un error garrafal porque se trata hoy en día del único medio de comunicación netamente autonómico, capaz de dialogar con Canarias desde una posición archipielágica. Ningún grupo privado de comunicación puede hacer tal cosa por la fragmentación derivada de sus propias marcas y audiencias, que son insulares.
El papel de la industria
Un aspecto instrumental que no puede ser pasado por alto en el análisis sobre la televisión pública canaria en 2017 tiene que ver con su impacto en el tejido audiovisual isleño. No caben engaños al respecto: es imposible sostener una industria privada con ciertas garantías sin la presencia del ente público como cliente más o menos estable. No es ciertamente un escenario ideal pero supone el presupuesto mínimo a partir del cual los creadores y profesionales del sector pueden ser capaces de desarrollar su talento. La cooperación con la industria cinematográfica, aunque prometedora sobre el papel, tendrá dificultades para generar sinergias más allá de la mera presencia como suministrador de bajo coste.
En cuanto a la capacidad del sector audiovisual canario para extenderse y hallar mercado fuera de Canarias, precisa de una masa crítica que solo es posible obtener con cierta estabilidad en casa. Lo han tenido muy claro otras cadenas autonómicas, agentes activos en el desarrollo de la industria en sus territorios de referencia. En Canarias, por ahora, nos conformamos con hacer cálculos para concluir dos cosas: primero, que 700 familias viven de esto en las Islas, y segundo, que hay que generar las condiciones para que toda esa gente pueda desempeñar su oficio. Y lo primero en efecto es cierto; sobre lo segundo, hay que decir que esos centenares de buenos profesionales están acostumbrados al padecimiento continuo, acaso pensando que el culebrón permanente sobre la Radio Televisión Canaria puede no tener un final feliz. Son las víctimas inocentes de tanto ruido durante tantos años, los daños colaterales de la refriega política que ha convertido a RTVC en ese enfermo al que todos quieren echar una mano, pero al cuello.