Desconozco la razón neurocientífica, implícita en la condición humana, por la que los balances en primera persona tienden a la autosatisfacción y al deber cumplido y los de tercera a la crítica más o menos feroz. Si se nos examina tendemos a la botella medio llena; si examinamos, a la botella medio vacía, cuando no seca del todo. Igual nos hemos olvidado, si es que alguna vez lo supimos, de la necesidad de los actos de contrición en el sentido más extenso del término.
Un repaso sosegado a este décimo volumen del Anuario de Canarias refrenda lo dicho. La mayoritaria voluntad de hacer un examen en clave negativa parece esconder la posibilidad de reconocer avances y, así, los periodistas, profesores universitarios y expertos varios que firman en esta edición tienden a señalar carencias, errores, retrasos, peleas intestinas y disfunciones antes de admitir que, por el camino, algo se habrá hecho bien o algún efecto positivo habrá tenido esta o aquella política. Los cargos públicos que lo hacen se exceptúan de esto, faltaría más.
A ver la botella medio llena se agarran, nos agarramos, quienes creemos que de progreso material andamos mejor servidos que nunca. Aquí, en Canarias, como en el resto del mundo. Sea por las políticas públicas, como por el impulso de transformación que provocan la libertad individual y de empresas para emprender y hacer negocios, habría que apuntarse a este negacionismo de última hora para poner en cuestión que se avanza más que se retrocede.
Nunca, como ahora, gozamos de mejores condiciones para acceder a la educación, la justicia o la sanidad, esos tres pilares del bienestar que tan a menudo se enuncian como fundamento del desarrollo de cualquier comunidad. Nunca, como ahora, ha existido una red de protección social (pública y del tercer sector) con tanta capacidad y presupuesto. Nunca, como ahora, hubo una capacidad de respuesta tan rápida para auxiliar a individuos o familias en situaciones de vulnerabilidad, acoso o pobreza extrema. Hagan un ejercicio honrado de retrospección y convendrán en todo esto. Canarias no es una excepción.
Este anuario carece, en cualquier caso, de vocación uniformadora. Y que así sea. La libertad con la que siempre se expresan sus autores es la primera garantía de la pluralidad de opiniones que pretendemos. No asegura, ni se pretende, unidad de criterio y, cambio, garantiza una sana confrontación de juicios distintos. El mejor ejemplo lo tienen en varios artículos de la sección de Economía, con los profesores Rivero —siempre magistral—, Olivera y Padrón y nuestros compañeros Román Delgado y Antonio Salazar.
Aceptando lo anterior, vuelvo a mi tesis de ver la botella medio llena, bien que en ediciones anteriores pude parecer contrario o escéptico, según fuera el año. La salida de Canarias de la larga crisis económica y social que la asoló desde las primeras dentelladas de 2007 ofrece datos tan positivos como, en apariencia, contradictorios con su secular problema de desigualdad. Como recuerda José Luis Rivero en su entrada (páginas 74 y 75), Canarias produjo en 2017 “más valor, en términos nominales y constantes, del que había producido al inicio de la crisis […] más valor que en todos sus años de historia. Además, este crecimiento de la economía ha mejorado la recaudación de las haciendas autonómica y locales”. Siendo así, Rivero advierte sobre la necesidad de huir de los repetidos tópicos sobre “monocultivo del turismo” o “modelo económico agotado”, entre otros, antes de concluir, como tantos economistas o sociólogos, en el lastre de la desigualdad en nuestras islas. “Crean que una sociedad con altos niveles de desigualdad, no derivada de las diferencias de esfuerzo, termina teniendo problemas de crecimiento económico”, afirma.
Progreso y futuro
Creo que esta última reflexión de Rivero entroncaría con la visión que del futuro que se viene encima podemos tener el común de los isleños. Y el común de cualquier sociedad del mundo desarrollado, si se quiere. Ante las evidencias de mejora en casi todos los indicadores mundiales o regionales que se tomen —recomendable para ello la lectura de Progreso. 10 razones para mirar al futuro con optimismo, del sueco Johan Norberg (Editorial Deusto, 2017)—, se opone un catálogo de incertidumbres entre las que el futuro de nuestro modelo de pensiones públicas, la incapacidad del estado y las autonomías para reducir su deuda (ahora que podrían) o la desaparición de puestos de trabajo sustituidos por el automatismo o las nuevas tecnologías podrían ser algunas de las más recurrentes, sin olvidar la incongruencia aparente que supone que Canarias siga siendo un lugar elegido para el establecimiento laboral para de miles de europeos del continente, al tiempo que es incapaz de recuperar crecimientos de empleo como en el pasado.
Otra precisión, esta de futuro, relaciona el progreso sobre el que teoriza Norberg con el mundo que está por venir o que ya llegó para quedase. De esto nos habla Marta García Aller, con una sencillez muy útil para que se use como libro de texto para bachilleres y universitarios, en su ensayo El fin del mundo tal y como lo conocemos (Planeta, 2017). Sostiene esta periodista económica en la introducción de la obra: “La clave está en cómo hacer para que lo nuevo nos compense lo que dejamos atrás”. El wasap frente a la conversación, apunto como uno de los dilemas.
Así que, mutatis mutandis, si miramos hacia atrás nos felicitaremos por la comparación y si lo hacemos hacia delante nos abrumará un aluvión de cambios tan rápidos —y obligados si son fruto del dios tecnológico— que cuando nos paramos a cuestionarlos ya forman parte de nuestro modo de vida, mal que nos pese en algún caso.
Puede que estemos, así, ante un bienestar mayor que nos promete (y nos obliga a) un futuro espléndido sin tareas tediosas, sin necesidad de memorizar un número de teléfono o de DNI, con (mucho) más tiempo libre o con menos enfermedades incurables. Un mundo de gente mejor comunicada y más sola, qué paradoja. Un progreso líquido, en cualquier caso.