Cuando Dios se despista mucho

Por fin estas islas siempre tan olvidadas están en el mapa del tablero internacional, y lo es gracias a quienes más despreciamos y apartamos

Ninguno de los 156.000 soldados que la madrugada del 6 de junio de 1944 fueron zarandeados por la tormenta que los recibió en las costas de Normandía pensó en ocupar una de las 9.387 fosas de Colleville-sur-Mer. Todos creían ser el soldado Ryan de Spielberg, condecorados y héroes de la liberación de Europa.

Igual ocurre en estas cuatro décadas con los hombres, mujeres y niños africanos y de oriente que suben a las pateras y los cayucos kamikaze y mueren en alta mar.

Hasta donde me han contado algunos de los supervivientes, estos jóvenes saben que morir es una opción con muchas probabilidades. Saben que solo hay dos opciones, Barsa o Barsak (Barcelona o morir); no llegar, naufragar y morir es muy probable, pero ellos creen que para otros, que eso no les sucederá a ellos. Cada uno de los que se sube a la barca sabe, cree, confía en que a él o ella no le tocará morir. Traen sus amuletos bendecidos por el marabú, o cuentan con la protección de las oraciones familiares o confían en un golpe afortunado del destino. Pero la realidad es tozuda y mueren, y ya van por miles. Todos hundidos en la fosa atlántica, desaparecidos, sin nombre. Hombres, mujeres, niños, bebés, embarazadas…

En Nakuru (Kenia) apenas hay niños vagando por las calles. Unos australianos fundaron un hogar financiado por patronos de todo el mundo y ahora aquellos niños sin esperanza estudian y van a la universidad.

Kenny recibe a sus clientes con una sonrisa inalterable y unos ojos enormes llenos de vida, antes de embarcarlos en sus lanchas en una experiencia inolvidable junto a elefantes, cocodrilos e hipopótamos en el río Chobe (Bostwana).

Álex (Zimbabwe) trasquila con su maquinilla a los conductores de camiones, guaguas y turistas que paran al borde de la carretera, en busca de un aseo y una Fanta naranja, mientras sueña con hacerse famoso cantando como Yossou N’Dour (Senegal).

Aminata (Senegal) recibe a los turistas despistados en el nuevo aeropuerto de Dakar y les facilita taxi seguro hasta la capital.

Abdoulaye (Senegal) compatibiliza el cuidado de un pequeño rebaño de cabras con servicios de mensajería y de guía turístico en la empresa de Lamine.

Lola y Venice (ambas de la etnia himba, Namibia) atrapan turistas en la carretera arenosa y solitaria para llevarlos al poblado, hacerse fotos y ganarse unos cuartos.

Sudáfrica inventó una vacuna para luchar contra la Covid, Marruecos dispone de una de las plantas fotovoltaicas más extensas del planeta, los minerales y alimentos de Congo a Mauritania, de Egipto a Sudáfrica permiten la vida cómoda y el desarrollo económico del resto del planeta…

Sin embargo, hay otros momentos en los que Dios parece despistarse o, peor aún, en los que es muy difícil creer que exista. Ejemplos de crueldad máxima los vemos a diario. Y muchos siguen ocultos a la atención mediática, que presta más espacio a las 50.000 víctimas de Gaza que a los cinco millones de muertos del Congo, miles y miles de muertos y desplazados en Sudán del Sur, en Burkina, en Mali, en Etiopía. Cifras de hoy, con cero atención mediática y política.

Los esqueletos con ropa de jóvenes africanos a bordo de un cayuco aparecidos hace poco en República Dominicana deberían golpear nuestra conciencia colectiva. En abril de 2006 el pescador Reuben Moore descubrió en las costas de Barbados un yate con una decena de cuerpos de jóvenes africanos momificados. Resultaron pertenecer a un grupo de 49 chicos estafados por un pirata español que nunca cumplió pena en prisión por este crimen. No fue el primer caso de embarcaciones con africanos muertos llegadas a América. Ni el último. Dos compañeros de la agencia Associated Press documentaron magistralmente un caso similar en 2021 (lo titularon A la deriva) y este mismo año ha aparecido otro cayuco con muertos en Brasil.

A septiembre 2024, las Islas Canarias concentran casi 7.000 niños, tantos como la población residente en la isla de El Hierro, la última frontera de la Unión Europea antes de adentrarse en el tenebroso Océano, cuyas corrientes desembarcan en el Caribe y América. Alguien con dos dedos de frente y mucho poder de decisión debe entender que no ha sido nada fácil incorporar de golpe a 7.000 niños en el sistema educativo de un país extranjero, en otro idioma, costumbres, alimentación, clima… no ha sido ni es sencillo, ni financieramente posible.

Aquí mismo hay voces despreciables que señalan a los pequeños o los usan como mercancía de la lucha política o para alentar el miedo y el odio. Otros creen limpiar su conciencia si ponen dinero sobre la mesa, como para callarnos la boquita mientras siguen llegando embarcaciones con personas llenas de sueños, talento y ganas de trabajar.

Nuestros hijos y nietos nos preguntarán cómo es que no hicimos nada o por qué no pudimos evitarlo. Inshallah, proclaman los creyentes, los que se resignan o los indiferentes. Ha sido la voluntad de Dios, repiten una y otra vez. Pero Dios no tiene nada que ver con esto. Somos nosotros (aquí, allí, en ambas orillas), cada uno desde la humilde posición que ocupamos, los responsables de pararlo. Por ejemplo, qué tal si comenzamos por derribar los muros legales, administrativos y mentales con los que les impedimos venir como personas. Solo así, sintiéndonos corresponsables de todos estos muertos y de los que afortunadamente llegan vivos a nuestras costas quizás hagamos algo más por evitarlo.
Solo se me ocurre una razón, una sola, por la que el Papa pueda venir algún día a Canarias. Por fin estas islas siempre tan olvidadas están en el mapa del tablero internacional, y es gracias a quienes más despreciamos y apartamos; gracias a los desheredados a los que privamos incluso de sus nombres. Gracias a ellos se habla de Canarias.

Y es solo por estos valientes, decididos, esperanzados e ilusionados jóvenes y niños africanos y ante ellos, que el representante de Dios en la Tierra descenderá de la escalerilla con una sola misión: mirarles a los ojos y pedirles perdón.

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