Canarias, trampolín para llevar a Jesús hasta otros continentes

La universalidad del cristianismo queda patente en lo anacrónico de combinar en un mismo belén pastores palestinos del siglo I y diminutos terreros en los que figuritas de luchadores canarios se agarran del calzón. Quizá sea porque, después de todo, “tener fe” es lo que queda cuando a la palabra Tenerife le quitamos la i. La i de incrédulo, naturalmente.

Jesús de Nazaret fue un humilde aldeano, hijo de un trabajador manual y de una lavandera, que vivió hace dos mil años en un país subdesarrollado sometido a la implacable dictadura de una potencia invasora. Su vida pública sólo duró tres años durante los que recorrió un remoto y polvoriento territorio menor que Galicia. No quiso ser un líder político. Escogió un estilo de vida itinerante para predicar un mensaje tan paradójico como Él, fundado en el amor al prójimo y el perdón a los enemigos. Decepcionó a quienes aguardaban un mesías guerrero que liberase al pueblo mediante la lucha armada. Abanderó la no-violencia, pero fue acosado por las autoridades como un peligroso delincuente. Protagonizó un juicio que hasta sus enemigos consideraron injusto porque no tuvo abogado. Lo torturaron sin piedad y lo ajusticiaron como a tantos otros. Murió tan pobre y olvidado que hasta la tumba tuvieron que prestársela. No obstante… hoy en día, dos mil millones de personas (un tercio de la población del planeta) lo confiesan como Dios.

Los agonizantes mueren con el alivio de pronunciar su nombre; se publican anualmente centenares de nuevos libros que versan sobre Él; jóvenes de todas las razas abandonan cuanto tienen y se van lejos para seguir repitiendo sus palabras a personas que todavía no Le conocen; muchos son asesinados por seguirle, y otros también perdieron la vida por negarse a creer en él. En menos de trescientos años su doctrina fue legalmente adoptada por el Imperio que tanto luchó por destruirle. Bajo su impulso, el ser humano ha alcanzado las más admirables realizaciones y en su nombre, no obstante, también se han cometido espantosas atrocidades. Es la persona más representada por el arte y hasta en el más apartado rincón del Globo se levanta una construcción en su honor. De ser auténticas sus palabras implican las más sabias respuestas a profundos interrogantes que a lo largo de los siglos han inquietado a los filósofos. Su muerte se sigue llorando hoy porque es, sin parangón, la más famosa de la Historia. Es, con diferencia, el personaje más influyente, el que sigue cambiando más vidas. Si en verdad está muerto, ¿por qué se preocupan por él tantos vivos? Si resucitó, ¿por qué hay tantos que aún no se lo creen?

Un puñado de sus seguidores sorprendió al mundo con una noticia asombrosa: aquel mismo Jesús, el Nazareno, el Cristo, el Hijo de María, resucitó de entre los muertos. Jamás hubo afirmación más osada ni credo más inaudito, pero de ser verdad sólo puede significar que Jesús es ciertamente Quien decía ser, que a todos nos brilla un destello de esperanza y que estamos, en fin, ante la mejor de las noticias, la única que de verdad merece ser difundida. A falta de un nombre mejor, al grupo lo denominaron con el vocablo griego que se empleaba para designar a quienes se reunían con una misión común: ecclesía. Su éxito, por cierto, no se explica si hacemos el razonamiento exclusivamente desde el punto de vista del marketing contemporáneo: es verdad que ofrece el máximo beneficio (la salvación) con el mínimo coste (es gratis); que dispone de mano de obra a la que no le importa encarar cualquier sacrificio por la causa; que su insignia es el logotipo más reproducido (la cruz) y que los líderes más carismáticos militan entre sus filas; que es la única organización que consigue una reunión semanal con sus afiliados dondequiera que estén gracias a sucursales (muchas clandestinas) repartidas por todos los países de la Tierra. Pero también es verdad que ha sido la organización más perseguida, calumniada y denostada y que, a pesar de ello, setenta generaciones de cristianos la han confesado como instrumento válido para la salvación. ¿Dónde está, pues, la clave del misterio?

Canarias no sólo no es ajena al fenómeno cristiano, sino que la ecclesía ha encontrado en estas siete lavas el más perfecto trampolín para llevar la buena noticia de la resurrección de Jesús a otros continentes. Un siglo antes de que cristiano alguno pisase estas tierras, una estatua del nazareno niño en brazos de su madre llegó, sin que aún se sepa a ciencia cierta cómo, a una baldía playa tinerfeña. María traía en la mano una luz que los aborígenes interpretaron como un obsequio del divino Achamán. La que hoy el pueblo canta como la más bonita y la más morena sigue tendiendo su manto desde la cumbre hasta la arena y, a veces, cuando ella misma peregrina, también sobre barrios y calles, sobre barrancos y asfalto. Celebramos a poetas como Alonso de Espinosa porque glosaron a esta madre, y a santos como Pedro de Betancur porque se embarcaron, textualmente, en la aventura de dar a conocer esta historia a hermanos nacidos al otro lado del mar.

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