La Navidad más triste en el paraíso que no existe

Un operador de la sala del teléfono de urgencias 112 recibe una llamada inquietante. Su interlocutor, muy nervioso, grita en francés. Sólo en unos segundos, el operador ordena silencio a sus compañeros, agudiza el oído, escucha mucho ruido y el sonido del mar hasta descifrar que se trata de una barquilla semihundida en medio del Atlántico.

La barquilla no sólo navega semihundida en alta mar. Lo hace también sin puntos de referencia, con el motor averiado, en medio de una tormenta de viento y lluvia, con olas de varios metros. Y hay un dato que lo inquieta aún más: a bordo viajan 37 adultos y tres niños. La comunicación se corta y no se restablece más. Eran las 13,52 del 21 de diciembre de 2004. Hasta ese momento, la inmigración clandestina desde África hacia Canarias había dejado un buen puñado de dramas, desde la llegada de la primera pulpera en 1996 hasta este año, al filo de los 120 muertos. En menos de cuatro metros cuadrados de superficie útil (menos que el interior de un utilitario), donde antes viajaban ocho varones adultos, ahora lo hacen más de 40 hombres, mujeres, niños, bebés y embarazadas; donde antes venían saharauis y marroquíes, ahora lo hacen subsaharianos moribundos, sometidos a meses de torturas, hambrunas y un constante miedo a morir; cuando antes los patrones magrebíes los embarcaban, burlaban a las patrulleras, los desembarcaban en la costa y regresaban a África. Ahora los obligan a reparar las barquillas en tierra, a tapar los miles de agujeros con miga de pan duro y una capa de pintura de coche y a embarcarse con la única ayuda de una artesanal brújula metida en una caja de madera que debe señalar siempre el rumbo 340, hasta que aparezcan en el horizonte los tres haces de luz del faro de la Entallada o una patrullera de la Guardia Civil.

Por eso, en 2004 se multiplicaron las llamadas al 112 desde alta mar y las muertes, pero también los ingresos. En un solo año, los grupos organizados ganaron más de diez millones de euros en el negocio rentable de lanzar cascarones a mar abierto llenos de subsaharianos a los que, previamente, durante meses, han maltratado, vejado, mal alimentado, robado y violado. Si alguien se niega a embarcar, no dudan en vaciar el cargador, como lo atestiguan los cadáveres aparecidos en la costa que va desde Tarfaya (Marruecos) hasta Dakhla (Sahara ocupado). Son las historias que cuentan seres que llegan de un lado, como Salimata Sangare, Bubakare Magasa, Fatiha Nadir, Justice Bay, Favour Colown, Daniel Kamala, Tina Osazee y quienes los reciben aquí diariamente: los habitantes de Las Playitas (el pueblito pesquero a los pies del faro de la Entallada), los profesionales y voluntarios del equipo de respuesta inmediata en emergencias (ERIE) de la Cruz Roja (presidida por nuestro padre patera, Gerardo Mesa) y el pequeño puñado de 50 hombres que integran el Servicio Marítimo de la Guardia Civil, unos héroes que en diez años han salvado de morir ahogadas a más de 40.000 personas.

Canarias aprendió a trompicones cómo dar respuesta a un fenómeno del que sus habitantes habían sido protagonistas hasta hacía bien pocos años. Al principio no había nada, casi se les recibía como héroes. Luego cundió la alarma y el temor por lo desconocido. Primero fueron 10, luego 29, 27, 112, 737 y la explosión a partir de 1999: 2.165, 2.240, 4.129, 9.929, 9.555 y los 8.374 de 2004. Aquellos inicios se atendieron en comisarías, luego en las terminales de los aeropuertos (con episodios de sarna, como el Guantánamo2 de Fuerteventura), hasta los recintos de Barranco Seco (Gran Canaria), el cuartel reformado del tercio don Juan de Austria, en El Matorral (frente al aeropuerto de Fuerteventura) y el centro de Hoya Fría (Tenerife), considerado el cinco estrellas de su género. Simultáneamente evolucionó la asistencia a pie de playa. Primero inexistente, luego a cargo de los vecinos y guardias civiles que preparaban termos de café y leche. A primeros de año desembarcó un equipo completo de Médicos sin Fronteras con dos hospitales de campaña. Su labor introdujo cierta lógica en los diagnósticos. El trabajo fue tan acertado que, desde junio, Estado y Gobierno de Canarias cofinancian el actual ERIE de la Cruz Roja.

El blindaje electrónico

Al tiempo, se reforzó la vigilancia costera. El comandante de la Guardia Civil Gonzalo Pérez García, asesinado en Irak el 22 de enero, pateó la costa andaluza y de Fuerteventura hasta inventar un sistema que detectara las pateras con antelación suficiente para interceptarlas en alta mar o esperarlas en el punto exacto del litoral donde iban a desembarcar su macabra carga. El Sistema Integral de Vigilancia Exterior (SIVE) consiste en un poste con radares y cámaras convencionales e infrarrojas, que detecta un objeto a 25 kilómetros de la costa, que permite ver la barca a siete kilómetros, captar los 36 grados del cuerpo humano y los 120 grados del motor, con un tiempo de reacción de unas tres horas. El conocido como blindaje electrónico se extendió en cuatro puntos de la costa sur de Fuerteventura e incrementó hasta el 99 por ciento su efectividad, excepto cuando las barcas llegan tan sobrecargadas que apenas levantan 15 centímetros de la superficie y se camuflan entre las olas. Su efecto, lejos de ser disuasorio, es humanitario. Cuando los radares detectan la barca, ésta ya ha recorrido la mayor parte del trayecto desde África, por lo que sólo queda la opción de salvar a estas gentes de una muerte segura. Las siguientes arribadas llegarían ya hacia Gran Canaria y el sur de Tenerife.

En febrero, comienzan las patrullas mixtas hispano marroquíes. Al mes siguiente, Salimata Sangare, la bella marfileña de 24 años y ojos almendrados superviviente a 14 días de naufragio y tres meses de hospitalización, obtiene permiso de residencia atendiendo a sus circunstancias excepcionales. En mayo, aparece el documental Europa, paraíso o espejismo, patrocinado por la modesta asociación canario guineana Nimba, sin ayuda canaria o española, que se proyecta en estadios de Guinea Conakry, Senegal y Mali ante miles de personas que reconocen a algún familiar, entre las imágenes de cadáveres flotando en el mar. En este mismo mes, Pedro Guerra, al frente de la Fundación Contamíname edita el cd Gente que mueve su casa y Mohamed VI se compromete ante el presidente canario a aceptar la repatriación de marroquíes, saharauis y subsaharianos que hayan zarpado desde las costas de Marruecos y el Sahara. La promesa se diluye en el tiempo. Los Reyes Magos llegaron antes de que acabara el año, en forma de más promesas por parte del nuevo Gobierno Zapatero: más radares, más barcos de Salvamento Marítimo, más efectivos de la Guardia Civil y Policía Nacional, aviones para el Servicio Aéreo de Rescate… Mientras tanto, procedentes de los estuarios del Golfo de Guinea, llegaban a Gran Canaria y Tenerife (como desde hace años ocurre en la isla italiana de Lampedusa) tres grandes chatarras flotantes con un total de 421 desheredados.

El calendario de la muerte

El calendario de la muerte de 2004 tiene marcadas diez fechas inolvidables: 16 de enero (una ola vuelca una barca y mueren 19 inmigrantes en menos de 3 metros de profundidad); 18 de abril (mueren 14 varones y un bebé en el choque de dos pateras a pocos metros de la costa); 23 de abril (28 subsaharianos llegan a la costa y dejan en la barca el cadáver de un compañero que no resistió la travesía); 21 de mayo (un mercante llega con cinco polizones subsaharianos muertos); 12 de noviembre (mueren 7 hombres ahogados en una operación de rescate); 28 de noviembre (16 se ahogaron en otra operación de rescate); 4 de diciembre (tres hombres y una mujer se ahogaron una nueva operación de rescate en alta mar); 22 de diciembre (llega una lancha con 2 cadáveres a bordo); 23 de diciembre (una barca con 30 supervivientes trae también 13 cadáveres a bordo); 26 de diciembre (aparece otro cuerpo rodeado por un chaleco salvavidas).

En 2003 murieron 77 africanos (aunque sólo aparecieron 41 cuerpos). Este año, 120.

Cuando el 24 de diciembre las familias de las islas se reunían para cenar, en ese preciso atardecer, más de cien personas finalizaban la infructuosa búsqueda de la patera de los tres niños. Y nunca más se supo de ellos, como se sospecha que ha ocurrido en otros cientos de ocasiones más en esa fría y profunda fosa común que es la franja de cien kilómetros de mar que separa todo un continente hambriento de este falso paraíso. Fue la Navidad más triste en muchos años.

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