Hacía años que resonaban las palabras, pero aún no nos habían crecido las orejas. Desde los primeros años setenta a los últimos ochenta del pasado siglo, términos como límites del crecimiento, medio humano, medio ambiente y desarrollo, conservación de recursos o desarrollo sostenible, llenaron los foros, tribunas, cátedras y páginas más sensibles. Eran y son conceptos imprescindibles para mantener unas islas rebosantes de biodiversidad.
Canarias es un territorio singular con una alta intensidad de uso y cuya principal actividad económica se sustenta en ese territorio y en esa riqueza natural. Por ello, tenía que prestar oídos a una nueva forma de concebir el desarrollo. El poder público canario recogió esas voces a finales de 1994, cuando el Parlamento de Canarias aprobó la Ley de Espacios Naturales, primera norma que propugna la nueva cultura de la sostenibilidad. Cinco años después, en 1999, la Ley de Ordenación del Territorio extiende su implantación a todo el suelo de Canarias. Pero faltaba algo. El avance hacia formas de desarrollo más sostenibles (o menos insostenibles, según el ánimo con que se mire la botella) pasa por una trasformación social de hábitos, modos y conductas, de maneras de producir, consumir, habitar, vivir y gobernar. Y una transformación social no se produce por ley, sino por convicción de una ciudadanía implicada y por liderazgo de un poder político comprometido.
Lo entendió, hasta cierto punto, el Gobierno autónomo cuando lanzó la idea del pacto del territorio en 1992; pero era demasiado pronto: tan atractivo contenedor carecía de contenido. Lo definió la Ley de Espacios Naturales, en su preámbulo, al reclamar “un gran pacto social sobre la naturaleza y el desarrollo”, que no llegó a materializarse. Lo entendió también, hasta cierto punto, la Vicepresidencia del Gobierno autónomo cuando lanzó la idea del compromiso por el desarrollo sostenible en el año 2000; pero era demasiado tarde: cuando el nuevo pacto social se disponía a salir a la luz, tras una hamletiana gestación, fue arrollado por el Decreto 4/2001, que iniciaba la redacción de las Directrices de Ordenación e implantaba medidas cautelares de limitación del crecimiento turístico, conocidas por el no menos popular que impropio nombre de “moratoria”. El texto del fallido compromiso sobrevivió al atropello subiéndose al vehículo agresor como Memoria de las propias Directrices de Ordenación General; pero al texto le faltaba el pretexto, el objeto que lo legitimaba: servir de base a un pacto social sustituido, una vez más, por una norma legal.
De las leyes a los planes. Las Directrices de Ordenación General y del Turismo constituyeron el desarrollo de los principios de sostenibilidad establecidos en el texto que refundió las leyes de Espacios Naturales y de Ordenación del Territorio. Las Directrices dieron el salto desde la norma al plan, desde los enunciados básicos a la concreción territorial y sectorial del desarrollo sostenible, si bien la aprobación por ley desdibuja su carácter de instrumento de planeamiento, al tiempo tapado y reforzado por la púrpura parlamentaria.
Las Directrices no nacieron de un pacto social, efectivamente, sino de la voluntad del Ejecutivo canario y, específicamente, desde Presidencia. La decisión se adoptó casi fuera de plazo, a dos años del final de la legislatura, y tropezó en su inicio con la fuerte resistencia de sectores económicos apoyados, en su batalla judicial, por los tribunales contenciosos; pero la lucha aumentó la determinación del Gobierno, que, mientras avanzaba en la redacción del documento, combatió con precisa celeridad los obstáculos y blindó las medidas cautelares y las propias Directrices, elevándolas al rango de ley, lo que hacía aún más perentorio el plazo para conseguir su aprobación. La voluntad presidencial, la coordinación de tiempos y contenidos con el equipo redactor y la colaboración parlamentaria permitieron que, en la última sesión de la legislatura 1999-2003, se aprobaran las Directrices. Y que se aprobaran por unanimidad, como se habían aprobado las leyes de Espacios Naturales y de Ordenación del Territorio.
El proceso, con todas las imperfecciones que comportaba y pese a las reticencias con que fue seguido y recibido por los sectores más ambientalmente avanzados de la sociedad canaria, abrió una nueva vía en la relación del isleño con su medio. Tras un sucinto diagnóstico del sistema territorial, se planteó un entramado de medidas multisectoriales para hacerlo más duradero, equilibrado y preservado; para limitar el consumo de territorio, favoreciendo un uso más intenso y compacto del ya usado; para cualificarlo, mediante la defensa del paisaje y el patrimonio, pero también con la mezcla de usos y grupos sociales; para frenar la imparable extensión de la actividad turística, para hacerla más eficiente y transformar y revitalizar el modelo.
La era glacial. El impulso de este esfuerzo político singular duró hasta mediados del siguiente año (2004), con el inicio de la redacción de diez Directrices sectoriales, pero comenzó a enfriarse de inmediato: tan solo dos de esas Directrices llegaron a la fase de avance, y se congelaron en ella. Un viento polar soplaba desde la nueva Presidencia, pese a coincidir en quien había impulsado, desde la Vicepresidencia del anterior Gobierno, el compromiso por el desarrollo sostenible. Este singular tiempo meteorológico no afectó sólo al desarrollo de estas Directrices, sino a los programas y medidas de apoyo, a los objetivos de sostenibilidad y contención del crecimiento turístico, a los criterios de aplicación de éstos, al resto del planeamiento y a los pocos apartados en que las Directrices establecieron precisiones cuantitativas al desarrollo territorial sostenible, que fueron suprimidos.
Mientras, la máquina parlamentaria, olvidadas pasadas unanimidades en defensa del territorio, aprobaba normas expansivas de la clasificación del suelo, absolutamente contrarias al principio del uso eficiente del territorio, con la excusa de la habilitación de suelo para viviendas sociales, y normas permisivas (ergo, impulsoras) de las infracciones en suelo rústico, con la excusa de que, si le digo, lo engaño. Todo planeamiento es un mero proyecto, un diseño de algo que quiere ser, que tiene que materializarse. Si no se lleva a la realidad, no vale el papel que lo soporta. De ahí que el incumplimiento de los compromisos, programas y medidas de apoyo, desarrollo y aplicación contenidos en las propias Directrices las relegara al limbo de los principios, desde donde pueden tener un lejano efecto sobre las prácticas administrativas, sobre las conductas políticas y las convicciones ciudadanas, pero desde donde engordan la falacia de la jungla legal, alimentada por los propios responsables de dicho ecosistema.
Una vuelta de tuerca. No debería extrañar la recurrencia a la imputación a excesos normativos en un país particularmente dado a compensar la supuesta abundancia con la magra realidad de su incumplimiento, ni la aparición de inexistentes junglas en el subtrópico, acaso imputables, una vez más, a factores externos, como el calentamiento global, concepto y realidad también de tardía arribada a las esferas del poder político insular.
El calentamiento global, que afectará particularmente al Archipiélago por su vulnerabilidad, lejanía, latitud, insularidad, riqueza biológica y cercanía al continente africano, tiene en las Islas unas causas escasas y difusas, el consumo de energía eléctrica y el transporte terrestre, que se relacionan directamente con el sobreconsumo de combustibles fósiles y nos reconducen, en un dramático bucle, al desarrollo sostenible, a la limitación del crecimiento, a la preservación de los recursos y a la racionalización del sistema territorial insular, cuya desequilibrada conformación causa una exagerada demanda de movilidad y la ineficiencia del transporte público, abocando al ciudadano al abuso del transporte privado.
Por tanto, este combate también exige una amplia implicación social, liderada por un poder político comprometido, con el objetivo de mantener la calidad de vida para unas generaciones no ya futuras, sino inmediatas. Se trata, por tanto, de la otra cara de la misma moneda, la sostenibilidad, pero con una diferencia sustantiva: tiene plazo. Ya no es solamente un problema de responsabilidad generacional, sino la exigencia de respuesta temprana a un proceso que avanza implacablemente.
El calentamiento que viene. En la contemplación del propio ombligo, actividad a la que todo ser humano es particularmente propenso por más que tan absurda cicatriz no sea de los parajes más atractivos del territorio corporal, tiende a olvidarse el paisaje que nos rodea. Ni la lucha contra el cambio climático ni la implantación de modelos sostenibles son empresas imposibles. Francia y Gran Bretaña lideran en la Unión Europea la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero, y Alemania les sigue de cerca. Las primeras ya superaron en 2006 los duros objetivos de reducción que asumieron para 2012, y la última estaba a punto de lograrlo. España, por el contrario, ocupa el furgón de cola europeo, pese a la retórica y el despliegue administrativo con que se nos abruma.
En materia de sostenibilidad del desarrollo, estamos rodeados de pequeños y grandes ejemplos que no valoramos ni apoyamos en su justa medida. Hay Islas y municipios en Canarias que llevan años de adelanto al conjunto del Archipiélago en el tratamiento de residuos, la movilidad, la integración social, la implicación ciudadana, las políticas territoriales. Hay Islas y comarcas que impulsan planes de sostenibilidad tozudamente, contra viento y marea, contra amnesias e incluso boicots institucionales.
El mayor peligro está hoy en la utilización de la crisis económica para obtener beneficios electorales. Las respuestas a circunstancias coyunturales severas no se encuentran en medidas urgentes susceptibles de causar daños permanentes. No se puede tirar por la borda la contención del crecimiento cuando las circunstancias del mercado turístico no lo justifican en absoluto. No se puede echar mano, una vez más, de nuestro recurso natural más preciado, nuestro vulnerable, irrecuperable y valioso territorio, para machacarlo con infraestructuras de dudosa necesidad y escasa generación de empleo, ni para satisfacer ansias de ocupación del medio rural con construcciones que nada tiene que ver con sus valores ambientales, sociales ni productivos.
De nuevo se echa en falta un compromiso, un pacto para el desarrollo y contra el calentamiento. A veces los canarios nos calentamos. Nos cuesta, porque somos de natural pacífico, pero nos calentamos. Tal vez tengamos que calentarnos esta vez para que los poderes públicos se decidan a liderar un proceso imprescindible y (este sí) urgente, para exigirles liderazgo e impulso a la participación e implicación ciudadanas, para exigirles responsabilidad, para exigir responsabilidades. Tal vez.