Homenaje a Gilberto Alemán: memoria de drago

Gilberto Alemán no ha escrito todavía sus memorias porque no le ha dado la gana. Con todo lo que sabemos de su intramundo subversivo y lo que desconocemos de los períodos en Madrid y Venezuela, lamentamos que no se haya enfrascado aún en el recuento y recuerdo de una vida de polimorfo clandestino que se reinventó periodista, activista y, finalmente, político de paso.

Al cabo de un centenar de libros y diez mil artículos, la Federación de Asociaciones de Periodistas de España (FAPE) le rindió un homenaje a Gilberto Alemán, a toda una vida metido en una isla y dedicado a la prensa a caballo del mito del náufrago inglés y el hábil arquero de los bosques, superviviente y contestatario (y contestón). Es el homenaje al descendiente de una generación de periodistas que no salió de la isla porque no quiso, aunque él lo hiciera en breves escapadas con retorno, como el farero que siente nostalgia de su torre por muy solo y lejos que esté.

Así, diríase, que se reivindicaba, en tiempos de peligro de extinción de especies endémicas del viejo oficio, a los grandes maestros, leyendas de un periodismo de linotipia que creó escuela en su galaxia Gutemberg. Este cronista oficial de Santa Cruz de Tenerife y Premio Canarias de Comunicación lleva en las alforjas horas de gloria y horas de calle, un modo de periodismo quirográfico, de libretas manuscritas del notario de la actualidad, antes de que se extendiera el uso holgazán del magnetofón, y horas en las ondas de periodismo radiofónico de cuando una vocación sinhilista precedió al periodismo digital audiovisual y cibernauta de nuestros días.

Gilberto nació a la prensa en la era de los popes de puño y letra, pero el suyo es un caso de metamorfosis y reciclaje poco usual; parido en la prehistoria de los mass media hoy reducida a cenizas, sus mejores años no se agotaron en el combate de las ideas contra el franquismo, en su militancia de periodista socialista de El Día y en la Transición, cuando cubría las huelgas y manifestaciones por Javier Fernández Quesada o Bartolomé García Lorenzo, sino en todo lo que le cayó encima después y en cómo se rehizo: la persecución por nacionalista durante la caza de brujas que duró hasta el climaterio del fervor cubillista, el silencio de los petardos y la compra de la OUA.

Ésa fue su caída en desgracia en el periodismo establecido de aquella sociedad retraída y adiestrada, lo que le empujó al exilio caraqueño como un apestado, pero, a su regreso, bajo la calma de la Constitución, el futuro académico canario de la lengua Gilberto Alemán, una vez huérfano de padres de profesión y amigos influyentes (era un periodista marcado), más bien solo que acompañado de cierta alta sociedad que lo había hecho su ídolo progresista cuando eso vestía, con dos o tres colegas de su parte y un acopio de experiencia en su mirada de Morgan Freeman, hizo una de sus cabriolas célebres y se reinventó con una mano delante y otra detrás. Empezó de cero.

La primera agencia

Gilberto fundó la primera agencia informativa independiente de las islas (la agencia SID), acuñó la edición de fotos antiguas y su venta ambulante, dirigió revistas ocasionales y gabinetes de prensa, volvió al micrófono en Radio Club y se enroló en

La Tarde, publicó libros de la guerra civil y la historia local, y todo ello le sacó del apuro de parado de lujo de un oficio que cada día tenía menos que ver con el fulgor del nuevo periodismo de Tom Wolfe o Norman Mailer de su juventud, y que pronto entraría en la cuarta fase que no le tocó vivir a su coetáneo McLuhan, con la llegada de Internet, que sería como una redestribalización, la vuelta a la escritura en su fase global más expansiva, si hiciéramos una actualización póstuma de los estadios predicados por el teórico de la comunicación. Polifacético por naturaleza, ha tocado los tres palos: prensa, radio y televisión. Y dirigió el Diario de Avisos refundado en Tenerife durante una de las fricciones entre la dictadura y la democracia que enseguida le costó el puesto. Este diario y La Opinión de Tenerife rehabilitaron la firma del periodista, con sección fija, y Ediciones Idea difundió al escritor con tiradas populares de sus obras de bolsillo.

Soy testigo de que este resistente nunca se apeó de convicciones por terco o por íntegro. Lo llamaran abuelo en lugar de maestro, le jodía, pero otros más jóvenes e impacientes sí se bajaron del tren, y el caso es que el cáncer pasó de largo y él sigue sin jubilarse del todo, sin querer perderse nada, salvo el hábito mortal del pitillo contraído en la Redacción. La muerte de su hermano Adrián, en las postrimerías de 2008, recuerda que los Alemán son artistas, periodistas y escritores que heredan, de padres a hijos, colmillo y pluma, alas y pincel, son ácratas e iracundos y tiernos, volanderos y pródigos y geniales. Como Ernesto Salcedo o Alfonso García Ramos o Francisco Pimentel, Gilberto conversa o polemiza sin más señal que enseñar si se tercia el espolón y es certero en duelos y cortejos.

Las rencillas y los desafectos en esta profesión son moneda de uso corriente, pero a este memorión desmemoriado, lagunero deslagunerado, lo quieren más de lo que él cree. Su esposa, Iris Fariña, la mujer que mejor le conoce, dice que en la Transición, los artículos de Gilberto y sus posiciones públicas o publicadas les merecieron insultos telefónicos anónimos y amenazas para la integridad física de la familia. Gilberto ha desplegado siempre una irónica arrogancia transgresora para hacerse temer o querer desde el filo de una timidez ególatra que imita a la soberbia. Con el paso de los años, comprendo mejor la naturaleza de su vanidad de niño. Los nuevos periodistas están en deuda con su generación. También hay cierta herencia genética en todo esto. Cuando ellos pasan hay que ponerse de pie. El ADN manda.

El hijo de Luisa y Ventura quisiera ser un robinson en San Borondón y un robinhood en su bosque, más al estilo del subcomandante Marcos que del asaltador de caminos, por el hecho de tener que vivir teniendo una causa que defender. En el café Montecarlo de la Avenida de Anaga, viéndole el hocico al Atlántico, había redactado la Constitución de ese islote sentimental con sede consular en la calle de Puerto Escondido. La política y la policía lo esperaban a que volviera de Venezuela, y un día la Plaza de Toros abarrotada vitoreaba su nombre para la alcaldía. Obtuvo siete concejales en la lista de UPC y el alcalde Manuel Hermoso repartió juego; en cierta forma, Gilberto puede decir que gobernó. El parque cultural Viera y Clavijo es obra suya.

Gilberto nos ha contando historias de un niño descalzo que estudió Magisterio y se hizo periodista en Madrid. Con la isla a cuestas, como dice Becket, no tardó en regresar para siempre, y entonces empezó a narrar escenas cotidianas: cuando pasaba una yunta de vacas y dejaba un recado en el empedrado del callejón de Briones, Manolo y Pisaflores, dos barrenderos moros (ahora sería políticamente incorrecto llamarlos así), se calentaban por tener que limpiarle las boñigas al ganado. Esas secuencias las retrata como nadie; o la de la mujer triste que llevaba una pamela puesta y nunca enseñaba la cara. La madre lo arrullaba con un pie en la cuna y leía un libro. “¿Qué estás leyendo, Luisa?”, preguntaba el padre. Y ella contestaba: “A un tal Unamuno”. “¿Y tú qué entiendes de eso?”, le decía el marido. Entonces, la madre de Gilberto respondía: “Algo queda”. De tal palo, tal astilla.

Lo mandaron a enseñar al fin del mundo. El viaje por caminos pedregosos duró más de siete horas: un arriero lo acompañó para llevarle la maleta y una caja de libros a lomos de un mulo. Cuando llegó a la escuela de El Tablado, en La Palma, fue a la venta de Marcelino. Estaba llena de arrieros, con el cuchillo a la cintura. Él se sentó en el chaplón y de pronto uno se abalanzó contra otro para apuñalarle: “¡Te voy a matar!”. Gilberto palideció y todos se echaron a reír porque habían logrado asustar al maestro con la novatada. Después, en Madrid, en un bar cerca de La Moncloa, fregó vasos y platos para estudiar periodismo, se hizo dramaturgo y fue actor con María Fernanda de Ocón en el Teatro Lara.

  1. Año del debut del periodista en Tenerife y del suicidio en París de Óscar Domínguez, un drama familiar, era el tío de Iris. Fumador empedernido, como ya se dijo, la máquina también empezaba a soltar humo cuando aporreaba la Olivetti o la Underwood con las notas frescas recién llegado de la calle. Este poeta y greguerista, amante como Monterroso del cuento breve, se llama a sí mismo viejo verde por el antiguo ecologista que fundó ATAN y un volcán. No sabían qué nombre ponerle y a él se le ocurrió Teneguía. Es un fan de los molinos de agua y de viento, del movimiento de sus aspas y del aroma del gofio de la molienda. Y vive como un rajá en su casa de Tacoronte, donde nadie lo molesta. Ha narrado mil veces las historias favoritas: de todas, que Shakespeare elogió los malvasías en Falstaff nunca falta. Sólo falta que escriba sus memorias de drago.
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